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25 marzo, 2015

OFERTA GERIÁTRICA.

Mañana pienso colgar este cartel en la sala de profesores. 




PARA LOS QUE YA NO TIENEN PADRES.

Tengo a mi madre en una residencia con demencia tipo Alzheimer y la visito bastantes días a la semana durante una hora. Tiene días distintos. Unos habla sola y está de buen humor, otros  parece enfadada y algunos ¿los más? llora desconsolada sin un motivo conocido. Cuando no tiene visita, la mayor parte del día, pasa el tiempo sentada y el rato en que la visito, la paseo, cogida de la mano, para que no se anquilose, aunque ya anda muy torpemente por una avanzada artrosis en las rodillas. Muchas veces la abrazo y le doy besos, especialmente cuando llora. En estos tres meses le he dado más abrazos y besos que en mucho tiempo.

Tranquilos, nunca hemos llegado al incesto. 

¿Perdiste a tus padres de súbito (o en breve tiempo) y te perdiste esa etapa de la vida en la que nos convertimos en padres de nuestros propios padres?

¿Disfrutaste de aquella etapa pero fue hace mucho tiempo y te gustaría revivirla?

¿Tienes unos padres jóvenes pero quieres entrenarte para cuando te llegue el esperado momento en que tengas que cuidar de ellos?

ES TU OPORTUNIDAD, NO LA PIERDAS.

Por una módica cantidad mensual estoy dispuesto a darte permiso para que le hagas el número de visitas que quieras, de la duración que desees, con la única restricción del horario de visitas que impone la residencia.

Si quisieras implicarte más y deseas tenerla en casa para una atención más personal, mis hermanos y yo, con los ahorros de mis padres, estaríamos dispuestos a contratar una mujer, que viviría en tu casa interna, y que haría lo que podíamos llamar el trabajo sucio (levantarla, ducharla, vestirla, darle de comer, limpiarla...) mientras que tú te dedicarías solo a la parte afectiva. En este caso, nosotros correríamos con los gastos de la trabajadora, incluyendo seguridad social, mientras que los gastos de manutención y medicinas correrían de tu cuenta.

Aparte, naturalmente, de un dinero mensual negociable que habrías de abonar por el disfrute de cuidar a una anciana a tiempo completo.

Si estás interesado en cualquiera de las dos modalidades, ponte en contacto conmigo.




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Y si piensas que esto es humor negro y una falta de respeto hacia mi propia madre no sabes lo que dices. Es mi madre y hago de ella las chanzas que me da la gana. Que para eso es mi madre y para eso la cuido. Y si te parece mal me lo dices a la cara y te explico con los puños lo que yo pienso de ti. ¿A que no tienes redaños de decirme en persona que esto te parece un puro disparate? ¿Acaso sabes tú lo que yo quiero a mi madre? ¡¡Majadero!! Yo por mi madre… ¡¡MATO!! ¿Te enteras?


Solo te lo aviso una vez… si tú quieres hablar de mi madre… antes… te lavas la boca. 

:)

13 febrero, 2015

Sobre la muerte de los padres ancianos.

Hay cosas que no se deben decir. Aunque se sientan.

Hay cosas que se deben callar. Por vergüenza.

Imaginad que tenemos sentimientos poco nobles, bajos sentimientos. Podríamos decirlos y justificarnos argumentando: qué le voy a hacer, puede estar mal, pero es lo que siento y mentiría si dijera otra cosa.

Hay cosas que no se deben sentir, y si se sienten se deben callar. Porque es vergonzoso que sintamos eso. Y la vergüenza obliga a callar. Y si esos sentimientos se muestran –con la pretensión de ser sincero- se convierte uno en un sinvergüenza.

Y si se dicen, y se enseñan públicamente y no se siente vergüenza, estamos a dos pasos de justificar ese sentimiento. 

03 febrero, 2015

Mi padre fue a verla.



El día pasado quería yo justificar que mi padre no hubiera ido aún a ver a mi madre. Según mi hermana es un autista emocional. Yo me niego a aceptar que sea tan egoista como ella piensa pero es cierto que él cuando habla de mi madre parece que solo lo enfoca desde su punto de vista y de lo que él ha perdido. No parece pensar en mi madre. O al menos, no en primer lugar. Dice: ya no le puedes contar nada, ya no te puede contar nada. Y del mismo modo que yo sigo teniendo madre, aunque casi no me reconozca, él sigue teniendo mujer y no tiene sentido que diga que se siente como viudo, porque ella sigue viva. Y él puede seguir queriéndola.

Quizás no quiero pensar que es un egoísta porque mi madre siempre dijo que yo era igualito a él. Y siempre he admitido esta idea, sin cuestionarla nunca.

Hoy he estado con él en la residencia. Hacía más de un mes que no se veían. Él le daba besos pero no sé si mi madre sabía con quién estaba. Creo que no, porque lo mismo iba de su mano que de la mía, que de la mano de la asistenta. No diferenciaba, o eso me parecía a mí. Mi padre decía que la veía más bajita.


Había dos sillones en la habitación. Pero él pidió que la sentáramos en sus rodillas. En seguida quisimos hacerle fotos. No dejaba de tener cierta poesía el encuentro pero desde luego era menos poético de lo que hubiera sido en una película. Ya en el coche de vuelta mi padre comentaba que la ve “muy acabada”. Hoy llovía en Salamanca. Creo que tardará en volver.


14 diciembre, 2014

Remordimientos.

Me explica un médico que a veces llegan ancianos al hospital que van a morir, ya han entrado en coma, pero se les puede poner suero o no. La mayoría de los médicos no son partidarios porque solo consiguen alargar la agonía. Sin suero, como no comen ni beben nada, se morirán en dos días, pero con él pueden durar una semana o más.

En determinados casos la decisión depende de los familiares, y a veces, la mala conciencia de estos les lleva a pedir el suero. Para disgusto de los médicos.

Lo que más me impresiona es eso de los remordimientos. Uno puede dedicarles tiempo a sus padres ancianos pero es difícil no tener mala conciencia. 

Un amigo tiene a su madre anciana y él y su hermano se turnan todos los días para estar dos horas con ella, mientras que la mujer interna que la cuida descansa, “y para cubrir la parte afectiva”, me explicó.

Me pareció envidiable. Ambos hermanos de acuerdo tasan en tiempo la parte afectiva y la pagan equitativamente. Entiendo que os parezca mezquino pero a mí, en mi egoísmo, me pareció envidiable. Medir el cuidado debido y pagarlo religiosamente. Me gustaría que no fuera así pero así lo siento. 

22 noviembre, 2014

Contra la eutanasia.

Con motivo de la muerte voluntaria de una joven americana en Oregón, donde la eutanasia está legalizada, una columnista de El País escribía que son los vivos, los no enfermos, los que ponen trabas a la eutanasia.

La afirmación es una ingenuidad. Es no conocer realmente a las personas. ¿Esta columnista no habrá estado nunca en el funeral de un viejo en el que los familiares más allegados se repiten unos a otros eso de "ya descansó"? ¿Es que no sabe que hablan de su propio descanso en lugar del descanso del muerto?

Lo voy a decir de manera velada, se podría decir con más crudeza. En los casos de las enfermedades largas, especialmente si se trata de personas ancianas, los primeros que piensan en la eutanasia no son los enfermos.

El artículo a favor de la eutanasia podéis leerlo aquí: Lujo de vivos.

05 noviembre, 2014

Cambiar la visión de la vejez.

El texto que voy a copiar a continuación merece la pena leerlo. Sobre todo si tenéis algún padre o madre ancianos a quien cuidar. Hace muchos años, cuando yo tenía niños, y consideraba una lata tener que cuidarlos e ir con ellos al parque, alguien me dijo algo que cambió mi visión de las cosas y con ello mi vida. Me explicó que esos años durarían muy poco, que debía disfrutar de aquellos ratos porque se pasarían volando y sin que me diera cuenta. Y que luego los recordaría con nostalgia. Cuidar a un niño es un privilegio. Textos como este me ayudan a pensar que quizás cuidar a un anciano también lo sea. El texto es largo pero merece la pena. 


Vejez
Si es cierto que sus mejillas recuerdan a algunas frutas, manzanas o peras, que se han arrugado y cubierto de manchas por haber dormitado demasiado tiempo en el frutero de porcelana, también lo es que tienen su céreo olor, atenuado, encantador, lejano y suave: más que un aroma, su recuerdo. La muerte, que no anda lejos, impone al cuerpo un desgaste conmovedor, como el de una prenda interior lavada y llevada muchas veces, cuya trama casi translúcida tiene una elasticidad ideal, pero que sabemos frágil. La piel, el pelo, los dedos de los viejos son como esa prenda que nos gustaría conservar para siempre, a la que dispensamos tantos cuidados para que no acabe desgarrándose. Sin embargo, sabemos que pronto no podremos besar a esos seres humanos de movimientos vacilantes, delicados, y por eso los besos que les damos y los que recibimos de ellos en cada ceremonia del reencuentro o el adiós se cargan de una emoción que aguza nuestros sentidos, porque deseamos con todas nuestras fuerzas guardar todo lo suyo, la sonrisa o el parpadeo más insignificantes, las palabras, las caricias, el calor, el olor. Recuerdo a algunas ancianas de mi infancia con la cara llena de quistes -nosotros los llamamos “cerezas”-, el mentón prolongado por una perilla grisácea y un rostro que no invita a la ternura, pero que cuando te acercas a ellas exhalan aromas de leche de almendra, azahar y rosa antigua. Hay tanta disparidad entre el repulsivo aspecto de su rostro y su cuerpo decrépito -algunas caminan inclinándolo en ángulo recto- y esos olores de muchacha, casi de niño de pecho, que a veces tengo la sensación de haberlos soñado, más que olido. Pero también conservo la imagen de otra anciana, bruja de los huertos, que orina de pie sin levantarse ni las largas faldas ni la bata ni el delantal, con los ojos nublados por una materia blanca y perdidos en la lejanía, mientras sostiene la azada, y que tras aliviarse de ese modo reanuda su tarea. Cuando me cruzo en la calle con ella, que tira de la carretilla donde lleva sus herramientas y lo que cosecha en su huerto, aprieto el paso, pero no para evitar que el hedor a orina rancia que siempre impregna su ropa me revuelva el estómago, sino sencillamente porque me da miedo, porque aún estoy en esa edad incierta en que, incluso habiendo empezado a distanciarnos de una forma primitiva de pensamiento, conservamos sus supersticiones más arraigadas. También he de hablar de los ancianos de esa época, cuya compañía busco a menudo como paliativo a la ausencia de mis abuelos, muertos ambos mucho antes de que yo naciera: Lucien, el padre de mi padre, en 1938, de leucemia, y Paul, el de mi madre, en 1957, de una parada cardíaca en plena calle, de un “ataque”, palabra que me paso la infancia oyendo y que expresa muy bien la inapelable violencia de la muerte, su salvajismo de desalmada que ataca a traición. Me gustan los ancianos. Me gusta todo lo suyo. Sus miradas, sus frases, sus gestos, sus destartaladas bicis, sus motos, sus iras, su sabiduría, la ropa que llevan haga frío o calor: remendadas prendas de lana marrones o burdeos, pantalones y chaquetas de mecánico cuya vejez ha salpicado de zonas blancuzcas el azul marino de la tela, raídas boinas vascas con el cuero interior agrietado de tanto beber sudor. Sus inviolables costumbres en los numerosos bares que en ese tiempo hay en Dombasle los impregnan de un olor a tabaco de picadura, petaca de cuero, tinto peleón, lana, viudez, grasa de motor y hoguera de huerto. Durante sus últimos años, mi padre huele a eso, excepto el tabaco, pues no fuma. Y los dos, que hasta entonces no nos hemos abrazado demasiado -mi padre nunca ha exteriorizado sus emociones-, recuperamos el tiempo perdido. Cuando voy a verlo o me despido de él, me gusta rodearlo con los brazos, instantes que prolongo. Su cuerpo ahora es frágil y escuálido. Los huesos de sus hombros casi están juntos, cuando antes músculos y grasa formaban grandes masas compactas. Lo estrecho entre mis brazos. Lo beso varias veces. Tengo la conmovedora sensación de abrazar y oler a un niño muy viejo. 



El texto está sacado de Aromas de Philippe Claudel, aunque yo lo he escuchado en uno de los programas de Alberto Sansegundo. En Buscando  leones en las nubes. Podéis descargarlo aquí.  Y la entrada correspondiente del blog la podéis leer aquí.  

20 septiembre, 2014

Sucedió anteayer.

Hoy bajé a ver a mis padres. Tenía ganas. Bajé con un trozo de pizza que me estaba comiendo en casa yo solo, eran las diez y diez, cuando sabía que ya se habría ido la asistenta.

Mi padre estaba embebido en su lectura, con el ABC sobre el mantel de la cena, que no había sido retirado.  Mi madre estaba risueña y de buen humor. Haciendo preguntas un poco despistadas sobre mi vida pero muy agradable, incluso con mi padre. 

Luego comenzó a explicar cosas raras. Que a veces le parecía que su casa no era su casa, que veía que los muebles eran los suyos pero que no le parecía su casa. Era una percepción extraña, como si la casa estuviera cambiada. Me preguntó si yo veía la casa igual. Tengo idea que es un síntoma de la demencia senil que padece. Ya en alguna otra ocasión había dicho algo parecido pero como algo pasajero. Esta noche estuvo un rato explicándolo e insistía. Era una sensación persistente, duradera, que no se le iba de la cabeza y le preocupaba. Hablaba tranquila, no estaba angustiada, más bien sorprendida. Casi convencida de que se tratara de algo que ha cambiado en el exterior y no en su cabeza. Me ofreció un plátano cuando terminé la pizza y vino con él de la cocina. Dijo que estaba contenta de haberlo encontrado porque lo había ofrecido sin saber si lo tenía. Es imposible que su memoria sea capaz de recordar qué tiene en el frigorífico. Incluso fue prodigioso que lo encontrara y lo trajera en tan poquísimo tiempo.

-       -   ¿De qué habláis? ¿De lo de Escocia? Pregunta mi padre cuando sale de su mundo y su sordera.
-       -  Votan hoy, mañana se sabrán los resultados. Le digo.
-        - Ya, ya. Tienes que mirarme en la librería de las misioneras esa biblia ilustrada para los niños que te dije.

-         - Si. No he ido. Mañana sin falta pregunto.