Cambiar la visión de la vejez.
El texto que voy a
copiar a continuación merece la pena leerlo. Sobre todo si tenéis algún padre o
madre ancianos a quien cuidar. Hace muchos años, cuando yo tenía niños, y
consideraba una lata tener que cuidarlos e ir con ellos al parque, alguien me
dijo algo que cambió mi visión de las cosas y con ello mi vida. Me explicó que
esos años durarían muy poco, que debía disfrutar de aquellos ratos porque se
pasarían volando y sin que me diera cuenta. Y que luego los recordaría con
nostalgia. Cuidar a un niño es un privilegio. Textos como este me ayudan a
pensar que quizás cuidar a un anciano también lo sea. El texto es largo pero
merece la pena.
Vejez
Si es cierto que
sus mejillas recuerdan a algunas frutas, manzanas o peras, que se han arrugado
y cubierto de manchas por haber dormitado demasiado tiempo en el frutero de
porcelana, también lo es que tienen su céreo olor, atenuado, encantador, lejano
y suave: más que un aroma, su recuerdo. La muerte, que no anda lejos, impone al
cuerpo un desgaste conmovedor, como el de una prenda interior lavada y llevada
muchas veces, cuya trama casi translúcida tiene una elasticidad ideal, pero que
sabemos frágil. La piel, el pelo, los dedos de los viejos son como esa prenda
que nos gustaría conservar para siempre, a la que dispensamos tantos cuidados
para que no acabe desgarrándose. Sin embargo, sabemos que pronto no podremos
besar a esos seres humanos de movimientos vacilantes, delicados, y por eso los
besos que les damos y los que recibimos de ellos en cada ceremonia del
reencuentro o el adiós se cargan de una emoción que aguza nuestros sentidos, porque
deseamos con todas nuestras fuerzas guardar todo lo suyo, la sonrisa o el
parpadeo más insignificantes, las palabras, las caricias, el calor, el olor.
Recuerdo a algunas ancianas de mi infancia con la cara llena de quistes
-nosotros los llamamos “cerezas”-, el mentón prolongado por una perilla
grisácea y un rostro que no invita a la ternura, pero que cuando te acercas a
ellas exhalan aromas de leche de almendra, azahar y rosa antigua. Hay tanta
disparidad entre el repulsivo aspecto de su rostro y su cuerpo decrépito
-algunas caminan inclinándolo en ángulo recto- y esos olores de muchacha, casi
de niño de pecho, que a veces tengo la sensación de haberlos soñado, más que
olido. Pero también conservo la imagen de otra anciana, bruja de los huertos,
que orina de pie sin levantarse ni las largas faldas ni la bata ni el delantal,
con los ojos nublados por una materia blanca y perdidos en la lejanía, mientras
sostiene la azada, y que tras aliviarse de ese modo reanuda su tarea. Cuando me
cruzo en la calle con ella, que tira de la carretilla donde lleva sus
herramientas y lo que cosecha en su huerto, aprieto el paso, pero no para
evitar que el hedor a orina rancia que siempre impregna su ropa me revuelva el
estómago, sino sencillamente porque me da miedo, porque aún estoy en esa edad
incierta en que, incluso habiendo empezado a distanciarnos de una forma
primitiva de pensamiento, conservamos sus supersticiones más arraigadas.
También he de hablar de los ancianos de esa época, cuya compañía busco a menudo
como paliativo a la ausencia de mis abuelos, muertos ambos mucho antes de que
yo naciera: Lucien, el padre de mi padre, en 1938, de leucemia, y Paul, el de
mi madre, en 1957, de una parada cardíaca en plena calle, de un “ataque”,
palabra que me paso la infancia oyendo y que expresa muy bien la inapelable
violencia de la muerte, su salvajismo de desalmada que ataca a traición. Me
gustan los ancianos. Me gusta todo lo suyo. Sus miradas, sus frases, sus
gestos, sus destartaladas bicis, sus motos, sus iras, su sabiduría, la ropa que
llevan haga frío o calor: remendadas prendas de lana marrones o burdeos,
pantalones y chaquetas de mecánico cuya vejez ha salpicado de zonas blancuzcas
el azul marino de la tela, raídas boinas vascas con el cuero interior agrietado
de tanto beber sudor. Sus inviolables costumbres en los numerosos bares que en
ese tiempo hay en Dombasle los impregnan de un olor a tabaco de picadura,
petaca de cuero, tinto peleón, lana, viudez, grasa de motor y hoguera de
huerto. Durante sus últimos años, mi padre huele a eso, excepto el tabaco, pues
no fuma. Y los dos, que hasta entonces no nos hemos abrazado demasiado -mi
padre nunca ha exteriorizado sus emociones-, recuperamos el tiempo perdido.
Cuando voy a verlo o me despido de él, me gusta rodearlo con los brazos,
instantes que prolongo. Su cuerpo ahora es frágil y escuálido. Los huesos de
sus hombros casi están juntos, cuando antes músculos y grasa formaban grandes
masas compactas. Lo estrecho entre mis brazos. Lo beso varias veces. Tengo la
conmovedora sensación de abrazar y oler a un niño muy viejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario