19 diciembre, 2014

El sentimiento de un maestro que se jubila.

En Buscando leones en las nubes encontré este cuento de Medardo Fraile.
Cuenta los sentimientos de un maestro. Aprovechando que olvidó el libro de dictados les dicta a los alumnos una carta personal que llevaba en la cartera. Un alumno la copia en la pizarra para que los demás al final corrijan. Como sé que sois gente muy ocupada transcribo solo el final. 

-Señor profesor, ¿borro?

-¡No!

Se sintió arrollado, invadido. «¡Señor, qué falta de reposo! ¡Que manía insaciable de agitación, de prisa! Querían pasar a otra cosa, les estorbaban ya aquellas palabras viejas que hacía un instante eran desconocidas para ellos y hasta respetables, lejanas, con su posible, agazapada, trampa ortográfica. Querían borrarlas, borrarme -pensó-, echar al suelo el tierno, untuoso resplandor blanco de esas palabras, reducirlas a polvo, aventarlas como un montón de células resecas que les estorbase para crecer, como el vaho de un cristal que les impidiera ver el camino, como a un viejo caballo tirado en la carrera sin freno, porque había que escribir y llegar lejos, y borrar y escribir de nuevo, y crecer y borrar, y escribir otra vez y ser hombres. Y él, ¿dónde? ¿Debajo de qué frío montón de verbos, adverbios, adjetivos, nombres, preposiciones que fueron...?

-¿Borro yo?

-¡No! ¡He dicho que no!

Defendía sus palabras ahora como un acorralado. Pidió silencio. Los niños olfateaban ya la hora de salir. La proximidad les inquietaba. Miraban las ventanas, a los que estaban atrás, los abrigos colgados en las perchas... Don Eloy Millán era bueno. Estaba distraído. Tal vez le dolía la cabeza o estaba cansado. Vieron un resplandor y oyeron a lo lejos un trueno. Los niños miraron las nubes un instante, un poquito pálidos, un poco alborotados, como si vieran acercarse una majestuosa carabela, silenciosa, mortífera. Les puso a hacer un ejercicio del libro. Preguntó a Cubero la última lección. Se paseaba por el centro, entre las mesas. Miraba desde el fondo sus palabras escritas en el encerado, sus palabras «suyas». Las nubes ahora iban rítmicas, robadas, de prisa, hacia otros lugares del mundo.

-Señor Millán, ¿borro?

-¿Borro yo, don Eloy?

Sonó el timbre. Los niños se levantaron, sacando con estrépito las carteras, los libros, arrastrando sillas, mesas; tirando abrigos, llamándose unos a otros. Uno se lanzó al borrador y limpió tenazmente, de arriba abajo, de izquierda a derecha, con posturillas desorbitadas, felinas, contundentes, todo el encerado.

Don Eloy Millán recogió en su mesa despacio su cartera y su abrigo.

-¡Adiós, profesor!

-¡Hasta mañana, don Eloy!

-¡Adiós, señor Millán! ¡Hasta mañana!

Se quedó solo, poniéndose los guantes, Pensó: «Ni siquiera me han borrado despacio». Miraba la pizarra negra, rectangular, como un hueco preciso, hondo, oscuro. La pizarra en silencio. Él estaba escrito en ella y ahora borrado. ¡Y con aquel encono, tan aprisa! Notó que el corazón se le nublaba. «¿Cuántos -pensó- habrá como yo ahora, detrás de ella, olvidados, perdidos, borrados para siempre como si tal cosa?».

Se quedó un buen rato frente a la pizarra, buscando con angustia una brizna de palabra suya, media palabra, nada, un rabito, el punto de una i; buscándose, buscando espantado en el rectángulo negro.

El cuento entero se llama Punto final. Y podéis leerlo aquí. Y también lo he encontrado aquí en inglés. 


1 comentario:

  1. Ojalá fuese así de sencillo eliminar nuestras tonterías

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