Un cuento de gatos.
Es largo pero os prometo que merece la pena. Es un cuento incrustado en el libro Gatos muy distinguidos de Doris Lessing.
El que no se emocione con la gata bajo la lluvia que aparece aquí... no tiene corazón.
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Como aquella gata, de hace muchos años. Que no recuerdo
porqué se echó al monte. Debido a alguna espantosa pelea, a un contratiempo de
un mundo inferior, y fuera del alcance de los humanos. Tal vez por una cuestión
de susceptibilidad, una ofensa insoportable para el orgullo de un gato. El
hecho es que la vieja gata desapareció de la casa durante meses. No era un
animal bonito, un viejo saco lleno de manchas y rayas negras, blancas, grises y
de color de zorra. Un buen día regresó - se sentó en el borde del claro donde
está la casa, mirando a la gente, la puerta, a los otros gatos, a las gallinas:
a la familia de la que se había marginado. Después volvió a meterse en el
matorral. La tarde siguiente, a la hora de un hermoso crepúsculo dorado, volvió
la vieja gata. Las gallinas eran entradas a empellones en el corral. Dijimos:
quizá viene a cazar una gallina, y la echamos a gritos. Ella se achicó contra
la hierba y desapareció. A la tarde siguiente, a la misma hora, apareció otra
vez. Mi madre fue hasta el borde del matorral v la llamó. Pero ella recelaba,
no osaba acercarse. Estaba preñada: un animal enorme y flaco, toda huesos, con
la abultada barriga a rastras. Estaba hambrienta. Era un año de sequía. La
estación seca se había alargado y aplanado y mermado la hierba, quemado las
matas: todo estaba esquelético, la hierba era paja seca; y las diminutas hojas
que revoloteaban sobre ella, meras sombras. Los arbustos eran ramitas; los
árboles, con las copas semicalvas y secas, exhibían el diagrama del tronco y de
las ramas. El veld era todo huesos. Y la colina sobre la que estaba nuestra
casa, en la estación húmeda tan alta, exuberante, suave y espesa, estaba desnuda.
Su forma, una mera hinchazón de la alta cresta, luego una caída en picado hacia
el valle, se divisaba bajo un acartonado flequillo de palos y ramas secas. Los
pájaros, los roedores, habían seguramente emigrado a parajes más ricos. Y la
gata no era lo suficiente salvaje como para seguirlos, como para alejarse demasiado del sitio que continuaba considerando su casa. Quizá el hambre la
había agotado, y la barriga le pesaba demasiado para emprender el viaje.
Le llevamos leche, y la bebió, pero con recelo, con los
músculos tensos, listos para echar a correr. Otros gatos de la casa bajaron a
mirar a la exilada. Cuando hubo ter-minado la leche, escapó corriendo hacia su
escondite. Vino todas las tardes a por comida. Uno de nosotros se encargaba de
mantener alejados a los otros gatos, hostiles; otro traía leche y comida. Nos
quedábamos vigilando hasta que terminaba de comer. Pero ella continuaba nerviosa:
cogía los bocados con gesto de ladrona, a cada momento abandonaba el plato, la
taza, regresaba luego. Se marchaba corriendo sin terminar la comida; y no se dejaba
acariciar, no se acercaba.
Una tarde la seguimos, de lejos. Desapareció en plena falda
de la colina. En un terreno que antiguamente había cavado y minado un buscador
de oro. Varias de 1-as trincheras se habían hundido, las lluvias habían
producido corrimientos de tierra. Los pozos estaban vacíos, a veces con varios
palmos de agua de lluvia en el fondo. Muchos habían sido cubiertos de ramas
para d que el ganado cayera en ellos. Lag ata debía de esconderse en uno de
estos hoyos. La llamamos, ella no salió, decidimos dejarla.
Las lluvias llegaron acompañadas de una aparatosa tormenta,
con muchos vientos, relámpagos, truenos. Una lluvia torrencial. A veces, a la
primera tormenta le siguen días semanas de tiempo seco. Pero aquel año tuvimos, tormentas durante dos semanas seguidas. Brotó
la hierba. Los arbustos, los árboles se recubrieron de verde. Calor, humedad,
vida por todas partes. La vieja gata vino a casa un par de veces, no más. Pensamos
que volvía a cazar ratones. Hasta que una noche de mucha lluvia, los perros
ladraron y oímos el llanto de un gato delante de la puerta. Salimos, con
linternas hechas para iluminar aquel paisaje de ramas golpeando con furia, de
hierba violentamente estremecida, de grises cortinas de lluvia. Los perros
estaban debajo de la terraza, ladrando a la vieja gata, agazapada bajo la
lluvia, con los ojos muy ver-des a la luz de nuestras linternas. Había parido.
Era un mero esqueleto de gato viejo. Le dimos leche, y alejamos a los perros,
pero ella había venido a por otra cosa. Permaneció empapándose de lluvia,
llorando. Pedía ayuda. Nos pusimos los impermeables sobre las camisas de dormir
y echamos a caminar por el barro de aquella noche negra, con el cielo atronando
y los relámpagos iluminan-do el telón de agua. Al borde del matorral nos
detuvimos a inspeccionar el terreno: delante teníamos la zona de las viejas
trincheras, de los pozos. Era peligroso meterse por entre aquella maleza. Pero
la gata nos guiaba, daba órdenes, llorando. Avanzamos con cautela, con las
linternas, por entre la hierba que nos llegaba a la cintura, y los arbustos,
bajo cántaros de lluvia. De' pronto dejamos de ver el gato, la oímos gritar
bajo nuestros pies. Delante nuestro había unas ramas amontonadas. Señal de que
nos encontrábamos junto a la boca de un pozo. El gato había bajado. Bueno, no
íbamos, en una noche como aquella, a sacar un montón de ramas húmedas de la
boca de un pozo a punto de derrumbarse. Iluminamos los intersticios de entre
las ramas, y nos pareció ver un gato moviéndose, pero no era seguro. Regresamos
a casa, abandonamos al pobre animal, y bebimos cacao con le-che caliente en la
cálida habitación iluminada por la lámpara, titiritando hasta que nos secamos y
nos pasó el frío.
Pero dormimos mal, pensando en el pobre gato, y nos
levantamos en cuanto comenzó a amanecer. La tormenta había amainado, pero
chorreaba todo. Salimos a la fría luz del alba, y unas rayas rojas por la parte
del este nos anunciaron dónde iba a salir el sol. Nos encaminamos al matorral
empapado, al montón de ramas viejas. El gato no dio señales de vida.
El pozo tenía unos veinticinco metros de profundidad, y
había sido cortado transversalmente en dos puntos, a unos tres metros, y
después mucho más abajo. Dedujimos que la gata tendría los gatitos en el primer
cruce, de seis metros de largo, y ligeramente inclinado. Nos costó levantar las
gruesas ramas mojadas: tardamos mucho tiempo. Cuando tuvimos abierta la boca
del pozo, ya no era el nítido cuadrado original. La tierra se había corrido y
habían caído ramitas y palos, por lo que a cuatro metros habíase formado una
especie de plataforma. Sobre ella habían caído piedras y más tierra. Hacía de
suelo fino, muy fino: a su través veíamos el destello del agua del fondo del
pozo. Más arriba, a poca distancia de la boca semiderrumbada del pozo, a unos
dos metros, se veía la obertura del pasadizo transversal, un agujero de más de
un metro cuadrado, cuyos bordes también se habían desmoronado. Echados boca
abajo sobre el resbaladizo lodo rojo, agarrados a los arbustos para no
caer-nos, pudimos ver un trozo del pasadizo transversal, un par de metros. Por
allí asomaba la cabeza de la gata, justo lo suficiente para que la viéramos.
Estaba inmóvil, rodeada de tierra roja. Pensamos que el pasadizo pudo desmoronarse
con la lluvia y que ella estaría medio enterrada, tal vez muerta. La llamamos:
oímos un sonido ronco, luego otro. No estaba muerta. El problema era, entonces,
cómo llegar a ella. Inútil pensar en clavar una polea en aquella tierra húmeda
y tan corrediza, y nadie iba a ponerse de pie sobre la precaria plataforma de
ramas y tierra: bastante costaba creer que hubiera aguantado el peso de la
gata, que debió de saltar a ella varias veces al día.
Atamos una gruesa cuerda a un árbol, con gruesos nudos a
cada tres palmos, y la dejarnos caer por el borde del pozo, tratando de que no
se ensuciara demasiado de barro escurridizo. Uno de nosotros bajó por la cuerda
con un cesto en la mano, hasta poder alcanzar la entrada del pasadizo. En ella
estaba la gata, agazapada sobre la tierra empapada, rígida de frío y humedad. Y
a su lado, media docena de gatitos, de no más de una semana y todavía ciegos.
Su problema era que con las lluvias de aquellas dos últimas semanas, las
paredes y el techo del pasadizo había comenzado a caer, y la guarida, que tan
segura le debió parecer al principio, se había convertido en una peligrosa
trampa mortal. Había ido a la casa para que la ayudáramos a salvar a sus
gatitos. Ante la hostilidad de los otros gatos y perros, le había dado mucho miedo
llegar hasta la puerta, y además tal vez también nos temía ya a nosotros, pero
por los gatitos había hecho el esfuerzo de vencer el miedo. Y nosotros no la
habíamos ayuda-do. Aquella noche debió perder toda esperanza, bajo la lluvia
torrencial, en aquel túnel oscuro en que el agua se le acercaba por la espalda.
Pero había dado de mamar a los gatitos y ellos estaban todavía vivos. Sordos
silbidos y escupinajos de los gatitos al ser aupados en la cesta. La gata
estaba demasiado tiesa de frío para poder saltar a ella. Subimos primero a los
furiosos gatitos, y ella esperó agazapada sobre la tierra mojada. La cesta
volvió a bajar, y la subimos de nuevo con ella dentro. La familia fue
transportada a la casa, donde se le asignó un rincón, se le dio comida, un
techo. Los garitos crecieron y encontraron otros hogares; y ella se quedó en la
casa… y seguramente tuvo más garitos.
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Quiero agradecer a este página de OCR on line el tiempo que me ha ahorrado de copiar esto. Funciona estupendamente.
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