Razones para llorar
Mi mujer recuerda una escena antigua, de cuando novios. Yo
tenía entonces mi primera depresión. Y sentados juntos en el bar de la estación
de autobuses en Bejar, lloraba porque en Israel, los soldados partían los
brazos a los niños palestinos para que no volvieran a arrojarles piedras. No
dudo que aquello me llevara a las lágrimas, pero hoy creo que lloraba mi propio
dolor interior. Mi llanto, inconscientemente, buscaba una causa digna, cuando
en realidad no podía encontrar una razón real en mi vida para la amargura que
sentía.
A mi madre le sucede estos días lo mismo. Está convencida de
que le escondemos una tragedia. Cree que le ha pasado algo grave a alguno de
mis hermanos y no se lo queremos decir. Quién se ha muerto, pregunta y de poco
sirve querer convencerla de que nada ha sucedido.
“Decidme qué ha pasado”. Y esto lo dice, ya, deshecha en
lágrimas, antes de que le desvelemos la horrorosa tragedia que supuestamente le
ocultamos.
No sé si todo responde solo a los
mecanismos de su locura, pero para mí tiene una lógica rotunda, que es la misma
que a mí me hacía llorar hace tantos años. En algunos momentos es consciente
que está enferma, sabe que nada será como antes y aunque se olvide muchos
ratos, una pena mortal la traspasa. Una tristeza que no quiere ser egoísta, una
amargura inconsolable que, como la mía de entonces, busca un motivo en el mundo
exterior que haga su llanto altruista y razonable.
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