08 septiembre, 2014

Un recuerdo.

Nosotros perdimos un hijo que nació prematuro y vivió seis días. Recuerdo aquello como un  dolor extremadamente intenso pero muy breve. Un dolor muy vivo pero pasajero. Como una herida que doliera muchísimo mientras está abierta y se cerrara luego sin dejar huella.

Tras su muerte me consolaba pensando que su corta vida había tenía sentido. Había vivido solo seis días, pero había vivido.

De aquellos días de angustia, hasta que murió, me recuerdo llorando solo frente a mi mesa de trabajo. No puedo recordar sin embargo el momento en el que nos dijeron que había muerto. Creo que telefonearon del hospital una mañana temprano. No me ha quedado memoria tampoco de cómo se lo dije a mi mujer ni de su reacción al saberlo. Sin embargo, no se me borra una escena de algún día previo en que fuimos al hospital a verlo en la incubadora. Quizás fue la primera vez que intuimos que no viviría. Antes de llegar, en un pasillo nos cruzamos con una enfermera de las que lo cuidaban. Cuando le preguntamos por él, hizo un gesto feo. Mi mujer se echó a llorar en mi hombro y yo con ella, abrazándola, contagiado por su llanto.

Cuando murió, sentía que aún tenía un deber hacia él, aunque estuviera muerto: recordarlo siempre. Luego he interpretado aquello como una especie de inercia. Nosotros estábamos llenos de amor, de un amor potencial, de un amor que no habíamos podido ejercitar. Tras su muerte solo podía recordarlo, y eso es lo que me proponía hacer para el resto de mi vida.

Lo enterramos en un ataúd pequeño y aún así muy grande para su tamaño. Cuando llegamos al hospital, antes de que la funeraria pasara a recoger el cuerpo, sacaron de una cámara un pequeño bulto dentro de una tela doblada y nos preguntaron si queríamos verlo. Dijimos que no. Creo que hicimos bien. Conservamos unas fotos de cuando estaba en la incubadora, vivo, con los ojitos tapados y boca abajo.

Alguien nos dijo que para hacer mejor el duelo debíamos ponerle un nombre. Fue buena idea. Le pusimos Santiago. 

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