10 julio, 2014

Pareja 2

El episodio que conté hace unos días tuvo cola. (Imprescindible leer esta entrada anterior) Y no escribí nada para el blog porque la cercanía en el tiempo y el temor de que de algún modo pudiera llegar a sus oídos me impedía publicarlo. 

El día que vi de nuevo a la pareja yo había escrito un folio explicando la situación. Y la incomodidad que me producía el hecho de tener que avisar a sus padres comprendiendo, como comprendía, su situación. Les decía que era una especie de último aviso y también incluía la poesía de Ricardo Molina, pensando que ésta les llegaría al corazón.
Yo me sentía el mejor profesor del mundo. Comprendía a mis alumnos, quería reconvenirlos pero al mismo tiempo no quería castigarlos en exceso. Suponía que exponiendo tan claramente mis sentimientos simplemente conseguiría que cambiaran su conducta.
Estaban en el pasillo, justo antes de entrar en clase, cuando me acerqué a ellos y les pregunté que qué respondían a la carta. Fue ella la que habló y con su tono y su actitud, más que con sus palabras, me mandó a freír espárragos. Sugirió que me dejara de cartitas, que si quería que llamara a sus padres y a ellos que los dejara en paz. La idea era esa, no puedo recordar cuales fueron sus palabras. Le quise hacer ver que era desconsiderada conmigo, que yo tenía la delicadeza de avisarles y ella me despachaba de un modo antipático.
Me es imposible traer a mi memoria cuál fue el diálogo que siguió a este momento, lo que no olviaré nunca es que yo terminé gritando como un energúmeno a una alumna que también me chillaba a mí. Era valiente. No todos se mantienen firmes cuando tienen a rottwiller ladrándote furioso a un palmo de tu cara.
Los cinco minutos entre clase y clase habían pasado y todos teníamos que pasar al aula. Comprendí que ellos no entraran porque ella había quedado visiblemente nerviosa, no más que yo pero, al menos, tanto como yo.
Comencé mi clase y al poco rato escuché lío al otro lado de la puerta. Cuando abrí para ver qué pasaba la ví a ella tumbada sobre el banco del pasillo, como desmayada, y al director y al secretario del instituto, dándole aire junto a su novio. Por lo visto habían llamado al centro de salud e iban a venir a buscarla, o algo así dijeron.
Cerré la puerta y continué con la explicación. No me asusté porque esta chica somatizaba siempre sus sentimientos de frustración. No era la primera vez que, en mitad de la clase, había tenido que salir del aula, porque decía encontrarse mal y siempre era cuando había tenido algún disgusto con su novio, según explicaban sus compañeros.
Su novio entró a los pocos minutos a por su mochila y la ella. Fue entonces cuando debió explicar que la llevaban al Centro de Salud. Sus últimas palabras sonaron como una amenaza: “Ya hablaremos”.

No recuerdo que nadie me pidiera cuentas por aquello. No lo hizo el director y tampoco ella ni su novio. Yo no me sentía culpable de ningún modo y atribuía todo a su torpeza para saber encajar mi reprimenda bienintencionada. Tampoco puedo recordar la cara que trajeron el día siguiente, lo que sí recuerdo es que el mareo no fue nada, todo quedó en uno de aquellos sustos a los que X nos tenía acostumbrados. Aún recuerdo su nombre y apellidos, aunque lo evite aquí.

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