Una comida para celebrar cincuenta años.
Se celebraban en Arévalo los cincuenta años del nacimiento
del Instituto.
Su directora, que había sido compañera mía durante el tiempo que estuve allí, me mandó una invitación para acudir a unos actos y una
comida que se celebraría un sábado, cercano ya el fin de curso.
Me apunté ilusionado pensando ingenuamente que encontraría
allí a mi antiguo centro, aquel que había abandonado hacía ya 10 o 12 años, a mis
antiguos compañeros, a los alumnos, aquel ambiente que dejé.
Nada más lejos de la realidad.
Yo había dado clase de filosofía, allí, cinco años, pero ese periodo, que fue significativo en mi vida profesional, no era nada en la vida de
un centro. Casi nadie me hubiera echado de menos si no hubiera estado allí. En
aquella comida encontré promociones enteras de profesores, que sentían el
centro tan propio como yo, y a los que no conocía de nada. Alguien, que había
sido director antes de mi llegada al insti, habló largamente en el acto de
presentación y nombró a gente, supuestamente muy conocida en su momento, y a
quien no conocía de nada. Pasaron, con un proyector, una presentación de fotos de diferentes
épocas. Todas me resultaban tan ajenas como si hubieran sido de otra escuela. Aunque en algunas, reconocí a antiguos
compañeros, yo no aparecía en ninguna.
Es cierto que en la comida encontré un grupo de profesores conocidos, pero el encuentro con los pocos alumnos que acudieron también
fue decepcionante. Fueron exactamente tres, un hombre y dos mujeres, y aunque
ellos aseguraban que yo les había dado clase, no los recordaba de nada. Es más,
me recordaron algunos viejos chistes, que se
supone que habían hecho mucha gracia en aquel ayer, pero, ahora, sacados de contexto, ni yo los
recordaba, ni me hacían ninguna.
¿Qué quedó del pasado? ¿Ubi sunt? Son preguntas que siempre me llenan de perplejidad.
Aquel instituto que que existió, para mí, con una personalidad
definida y estable –porque que en él estuve cinco años- era solo uno de los
múltiples institutos que se habían sucedido uno tras otro, sustituyéndose infatigables, en el mismo edificio. Digo el mismo edificio pero ese es otro modo de
mentir. El cambio en diez o quince años había sido tan enorme que también al
instituto por dentro me costaba reconocerlo. Muchos de sus espacios habían
cambiado de función y para ello habían sido completamente remozados, nada que
ver con los espacios que yo conocí.
Supongo que me acordé de Heráclito –parece inevitable- y su “todo
fluye y nada permanece”.
Al final de la comida, los tres alumnos y yo nos
intercambiamos los mails y tome nota del blog de estética que escribía una de ellas, creyendo sinceramente, en aquel instante, que lo leería y seguiríamos en
contacto.
El día me había dejado el regusto amargo que dejan los
funerales. El típico “No somos nadie”.
Pese a todo, el alumno dijo que le sirvieron mucho en sus
estudios posteriores las clases de lógica que les di.
excelente entrada
ResponderEliminar