31 mayo, 2013

Pudo ser mejor.

Hoy debía hacer una crónica de la fiesta de anoche con los alumnos. No hay mucho que contar. La cosa fue bien. Sin el “muy”. Y digo esto porque no experimenté ese sentimiento que me embriagaba otras veces. La cosa tiene una explicación muy prosaica. Casi no bebí durante la cena y como consecuencia esa exacerbación de la amistad que produce el alcohol no se produjo anoche. Faltó la ilusión orgiástica que me hace sentir en comunión con todos.


Lo de la orgía, lo digo, claro, como metáfora del acontecimiento en el que desaparecen límites, normas, distancias. Otras noches se convierten en algo mágico, unas horas en las cuales desparecen de repente los males del mundo. Se borran sobre todas las fronteras que se levantan entre nosotros, esas diferencias que nos separan, ese ser otros y ajenos. Como por encanto, sin que advirtamos el cambio, todos somos uno. Quiero pensar que esa sensación es algo más que alcohol en la sangre pero lo cierto es que ayer no hubo alcohol y todo fue más soso.

A las doce, después de la cena, se marcharon todos mis compañeros a casa  y todavía yo acompañé a los alumnos un rato en el bar que habían contratado. Muy poquito, hasta la una y media. Al día siguiente tenía que levantarme a las siete y media. Esto también fue decisivo y disuasorio.

No me arrepiento de haber ido. Pero fue como un sorbo. Me supo a poco. Me hubiera gustado apurar el vaso. Habrá que esperar al próximo año.

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