11 enero, 2013

Haciendo de Trapiello

Del mismo modo que cuando uno ve a un jugador de baloncesto encestar con facilidad puede llegar a pensar que no debe ser tan difícil, del mismo modo –digo- me pasa a mí con Trapiello. Pese a todo, porque me divierte, voy  a contar mi vida como si yo fuera él.

Salí esta mañana de casa temprano, huyendo de los deberes pendientes y con la escusa de devolver unos libros a la biblioteca. El cielo era de un azul pálido y antiguo y el caserón viejo del Instituto Martínez Marquina parecía hermoso contra aquel cielo frio que recordaba a Tiépolo. (De esta primera frase no es de la que estoy más orgulloso. Trapiello disfruta mucho con los cielos de Madrid y tiene siempre algo que decir de ellos. Yo no tengo experiencias estéticas en la ciudad relacionadas con la luz o con el cielo. Solo en el campo. No es que la luz del sol me parezca bonita o fea, es que no la veo y me parece siempre la misma. Tengo que agradecerle eso a Trapiello.  Me ha enseñado a mirar. Ayer tarde cuando salí de casa me fijé en el cielo y en el viejo instituto recortado sobre él. Aquella estampa era hermosa y lo noté, durante un instante me acerqué a una experiencia trapielliana. Pero en todo caso no he podido encontrar un adjetivo de modo que lo de la “luz antigua” se lo he copiado literalmente al escritor. Tampoco yo sabría hablar de un cielo pictórico que no sea el de Vang Gog. A él le gusta la pintura y a veces hace evocaciones de pintores, creo que Tíépolo es uno de los que cita él.
En la biblioteca me atendió un tipo desgarbado, rudo, con cara de poca inteligencia. Lo conozco de otras veces aunque cambian mucho al personal de esta biblioteca. Es un hombre acelerado, se mueve rápido para recogerte el carnet y pasarlo por el lector laser y a continuación muy ligero pasa también todos los libros uno a uno. Lo hace con movimientos bruscos y siempre con prisa. Como si hacer bien su trabajo consistiera en hacerlo lo más rápido posible. Esa rapidez se agradece cuando hay mucha cola pero parece absurda cuando el único que está delante de él es uno solo con un libro.
Suele haber dos personas atendiendo y ambos prestan a la vez en los momentos con más gente. No recuerdo por qué un día mi hombre tuvo ocasión de criticar la premiosidad del compañero.  Debía mostrarse éste muy lento en los préstamos a los ojos de todos los que esperábamos en la cola porque cuando fui atendido, el rápido, aprovechando que el otro se había ausentado un minuto a buscar algo dejó caer: hay gente que sabe trabajar rápido y otra que no. Yo estoy muy hecho a trabajar bajo presión.
Lo de “trabajar bajo presión” lo decía con inocencia y orgullo. Como si tener que despachar una cola larga en una biblioteca fuera similar a ser astronauta y haber vivido la experiencia del Apolo 13.
Al volver a casa vi a un grupo de gente, cuatro o cinco personas, delante de la puerta del garaje de al lado de mi portal. Hablaban entre ellos y tuve la seguridad de que se trataba del asunto de los palillos. Alguien lleva dos meses metiendo palillos en las cerraduras de los portales de nuestra calle. Al meter la llave empujas sin querer el trozo de palillo roto dentro y el bombín se queda bloqueado del todo por lo que hay que terminar llamando a un cerrajero para que lo arregle. Y esto vuelve a suceder cada 10 o 15 días. Dicen que se trata de algún cerrajero para cobrar los arreglos pero lo cierto es todos los vecinos estamos confusos sobre qué conviene hacer.

Con seguridad de que a los del garaje les pasaba lo mismo me dirigí a ellos y les pregunté si se trataba de aquello. Me lo confirmaron y comentamos un rato posibles soluciones, todas ellas irrealizables e ineficaces. Había una mujer joven entre los vecinos. Era una morena guapa y de ojos grandes que cada muy poco se retiraba un mechón que le caía testarudo de nuevo sobre la cara. Al poco de estar hablando me di cuenta de que casi me dirigía en exclusiva a ella y disimulé un poco mirando también a los otros del grupo, pero en cuanto me descuidaba se iban de nuevo otra vez mis ojos y las palabras hacía ella. Me pareció que el tema no daba más de sí, me despedí y me acerqué a mi portal, quince o veinte metros más allá. Desde el interfono llamé a mi mujer que estaba en casa, le pedí que bajara a tomar algo al bar de en frente y me quedé esperándola. Mientras lo hacía el grupo de vecinos también dio por terminada la reunión y lentamente echaron a andar todos juntos. No sé si tenían distintas procedencias o pertenecían todos a la misma familia pero si seguían andando pasarían a mi lado. Por timidez me parecía ridículo volver a saludarlos o a despedirme otra vez, no habían pasado ni dos minutos. Acerqué la cara al portero automático y les di la espalda, como si aún no hubiera hablado con mi mujer arriba y estuviera muy atento a lo que pudieran decirme por el aparatito. Pasaron todos de largo hablando entre ellos y la chica guapa una de las últimas me dijo adiós de nuevo. Aquello me hizo feliz. Llevo ya un rato con esa pequeña alegría en la cabeza y en cuanto he podido he venido a contarlo a este cuaderno.

(Un episodio similar cuenta Trapiello aunque en su caso se trataba de alguien que arrojaba excrementos a las paredes y ventanas de su casa en Madrid. Excrementos humanos. Un horror. Me gustaría poder contar como termina el molesto episodio de los palillos pero por desgracia aún no tiene final. Y para la solución del escatológico pasaje de Trapiello –no voy a estropearlo- tendrán que buscar en “Las nubes por dentro”.) (También en su caso había una mujer y Trapiello tiene mucha gracia cuando dice algo así como todos nos pusimos muy versallescos para tratar un asunto tan delicado delante de una señorita).

A continuación Trapiello escribiría un aforismo. A mí no se me ocurre ninguno. Él, de vez en cuando escribe alguno, entre una reflexión y otra. Y luego una reflexión sobre el hecho de leer o escribir aforismos. A mi no se me ocurre ninguno. Y recuerdo una reflexión muy interesante que hace él. Dice que a veces uno lee un aforismo y le parece algo maravilloso y esclarecedor. Como si pudiera iluminar la propia vida. Pero a los tres días se ha olvidado completamente. Creo que lleva razón. Los aforismos realmente valen para poco o para nada.

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