14 octubre, 2007

Sacrilegio

Yo tendría 15 años, quizás 17, no recuerdo. Quizá menos. Fue mi primer campamento. Y mis primeras amigas.
Un grupo de adolescentes salmantinos, todos varones, fuimos a La Drova (Valencia) a pasar 15 días de campamento con una organización católica: el movimiento Junior.

Allí conocimos a Fanny, a Dulce, y a Pilar y todos nos enamoramos por primera vez. Eran amores difusos y mezclados. Fanny era la mayor y la más sexual. Tenía ya un novio y yo la imaginaba como una amante experta aunque no sabía muy bien qué significaba eso. Pilar era su prima, y había que hacer cola si uno quería ser su novio. A mí, hijo de funcionario, me impresionaba entonces que su padre fuera dueño de un hotel en Gandía. Dulce era morena, hacía honor a su nombre, y no sé por qué recuerdo sus rodillas. Todas me gustaban y aunque creo que mi preferida era Pilar en otras ocasiones me parece que era Dulce. ¿O era a Dulce a la que le gustaba yo y Pilar la que me gustaba a mí? Las cosas se confunden en mi memoria pero creo que ya entonces no estaban muy claras y le habría dicho sí a cualquiera que me hubiera declarado su amor, porque, por supuesto, yo era muy tímido para declarárselo a ninguna. Lo que sí teníamos claro todos los que fuimos a La Drova era que la felicidad sólo podía estar allí. Con ellas.

El campamento terminó y entre lágrimas intercambiamos direcciones. Entonces no había móviles ni messenger y los adolescentes escribíamos largas cartas en las que hasta los sobres llenábamos por fuera con frases y bromas. Aquel verano Pilar me escribió un postal al sitio de playa donde pasaba con mis padres el mes de agosto. Mi padre me explicó que las cartas cerradas no podían leerse, pero que las postales, accesibles a la vista del cartero, no eran algo íntimo y que por eso la había leido.

La cuestión es que Pilar ponía unas faltas de ortografía garrafales y a mi padre le parecía que aquella no era la amiga que su hijo merecía. ¡Qué ironía! Esto sucedía en los tiempos en los que yo ponía ”mayor” con “elle”.

Mi padre ignoraba que Pilar era una diosa y que aunque pertenecía a este mundo, a mí me transportaba a otro, feliz y eterno, en el que la ortografía importaba mucho menos que un comino. El simple hecho de que el nombre de aquella chica pudiera estar en sus labios, sin la veneración y reverencia que ella requería, constituía ya una profanación imperdonable pero además, ¡el muy sacrílego!, se permitía el lujo de encontrarle defectos.

¿Cómo puede un adulto estar tan ciego a los intereses de un joven? ¿Qué estupidez es la que domina a un padre para impedirle ver que comparada con la amistad la ortografía no significaba nada? ¿Acaso es posible olvidar lo que para un hombre significa una mujer?


Hoy, recordando aquella anécdota, me di cuenta de que, cuando pienso en los amigos de mis hijos, me he convertido en mi padre.

4 comentarios:

  1. Si es cierto que los nombres coincides, aquella Pilar, a la que no he vuelto a ver, no era la chica, también Pilar, que luego fue mi mujer. Aunque a lo mejor no es una coincidencia.

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  2. Aunque la foto que he encontrado por internet tiene sensualidad y por eso la he puesto, lo que a mí me impresionaba de aquellas chicas bien sabe Dios que no eran sus piernas, ni sus pechos, ni sus culos. Eran ellas. Era toda su persona la que me enamoraba. ¿O quizás era la mujer en abstracto?


    No era algo específicamente sexual sino total, global, radical. Eran ellas.

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  3. Me gustaría tener 17 años. Pero me parece que no tiene arreglo.

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  4. Tuviste suerte de ir con el Movimiento Junior. Los que fueron a el campamento Juan Pardo aún no se han recuperado.

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