SENTIMIENTOS
Es ya un tópico decir que a los hombres nos cuesta hablar de sentimientos. No sé si es cierto o no. En mi caso hay muchas veces –o algunas al menos- que los expreso con facilidad y no tengo ninguna vergüenza al hacerlo. Sin embargo, recuerdo una ocasión en que sentí un pudor enorme cuando escuché a dos mujeres hablar de los sentimientos de un marido hacia su mujer. Debí identificarme con él cuando decían “pero entonces él ha reconocido que la quiere”. La frase, como podéis ver no dice gran cosa sin embargo me produjo una gran incomodidad. Sentí que no se debía hablar así. Me pareció que nombrando aquello tocaban sin cuidado y con los dedos una zona que estaba en carne viva y que debía ser protegida del roce porque está sin piel. Creo, o al menos así lo consideré entonces, que hay cosas que no se debían decir de modo tan explícito. Que no era conveniente nombrarlas de manera tan clara por que pueden ser dañadas.
Es la segunda semana que pasamos aquí solos mi hijo y yo. Elena y Pilar que estuvieron los primeros días de julio están cada una en sus ocupaciones como ya sabéis. Hoy, mi hijo, lo mismo que otros años, se ha puesto malo de la garganta. Casi todos los veranos, por bañarse en pozas muy frías o por descuidarse por las noches sin chaqueta, le salen unas placas tremendas en las amígdalas y sufre varios días de fiebre en que lo pasa muy mal. Pero la anécdota que quería contaros sucedió durante la enfermedad del verano pasado.
Hector no es nada cariñoso aunque siempre pide a su madre y a mí un beso cuando se acuesta lo hace como algo protocolario, como una costumbre antigua que le ayuda a conciliar el sueño, y si su madre quiere darle más de uno y se muestra besucona en seguida se cansa y la manda a escardar.
No presumo de ello, pero lo cuento como es, no me sale ser muy cariñoso con los enfermos. Los atiendo, cuido de ellos y para de contar, como haría un enfermero solícito pero distante. El caso es que uno de aquellos días, en que además no estaba su madre para acariciarlo, darle mimos, o simplemente preguntarle cien veces si necesitaba algo, sucedió una anécdota que me dio idea de lo mal que se sentía. O de lo mal que lo estaba haciendo yo.
Era de noche y se acababa de acostar. Ya sabéis el mal cuerpo que se pone con la fiebre. La aspirina o el paracetamol no terminaban de hacer efecto y se encontraba fatal. Cada poco tiempo requería mi atención para que trajera agua o alguna otra cosa.
Entonces me pidió algo que nunca imaginé que me pediría. Me preguntó si podía darle la mano para ver si se dormía. Enseguida se la di lo más amorosamente que pude y cuando se lo conté a su madre le expliqué lo mucho que a mí me hubiera costado hacer una petición así. Supuse que a él también le había costado. O quizás no. Posiblemente la necesidad se imponía a cualquier pudor a la hora de mostrar debilidad. En todo caso, aunque yo cumplí como un buen padre con su niño, no pude sino sentir una pizca de ridículo, allí los dos hombretones de la manita.
Pensé entonces que “necesitar ternura” y expresarlo claramente es algo normal y muy sano, pero lo que os cuento estaba claro que mi “creencia” más inmediata y profunda no era esa. Me alegré por Héctor, que había sabido lo que necesitaba emocionalmente y lo había pedido sin rodeos.
A su madre y a mí siempre nos ha parecido que en cuanto a sentimientos Elena es bastante más inteligente que su hermano y desde muy pequeña ha sabido decir lo que sentía y lo que necesitaba. En alguna ocasión que por lo que fuera se sintió carente de mimos fue a su madre y le dijo “Mamá, dime “cariño”.
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Hace un mes mi hija decía a la hora de cenar.
- “Tengo cabreo y no sé por qué”. Y yo, medio en broma medio en serio, le respondí:
- ¿No será porque no te quiere algún chico?”
- Yo por eso no me enfado. ¡Él se lo pierde!
¡Olé autoestima! ¡Esa es mi niña!
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Como estas cosas no las cuento para ellos, espero que los que conocéis a mis hijos y tratáis con ellos seáis discretos.
Es la segunda semana que pasamos aquí solos mi hijo y yo. Elena y Pilar que estuvieron los primeros días de julio están cada una en sus ocupaciones como ya sabéis. Hoy, mi hijo, lo mismo que otros años, se ha puesto malo de la garganta. Casi todos los veranos, por bañarse en pozas muy frías o por descuidarse por las noches sin chaqueta, le salen unas placas tremendas en las amígdalas y sufre varios días de fiebre en que lo pasa muy mal. Pero la anécdota que quería contaros sucedió durante la enfermedad del verano pasado.
Hector no es nada cariñoso aunque siempre pide a su madre y a mí un beso cuando se acuesta lo hace como algo protocolario, como una costumbre antigua que le ayuda a conciliar el sueño, y si su madre quiere darle más de uno y se muestra besucona en seguida se cansa y la manda a escardar.
No presumo de ello, pero lo cuento como es, no me sale ser muy cariñoso con los enfermos. Los atiendo, cuido de ellos y para de contar, como haría un enfermero solícito pero distante. El caso es que uno de aquellos días, en que además no estaba su madre para acariciarlo, darle mimos, o simplemente preguntarle cien veces si necesitaba algo, sucedió una anécdota que me dio idea de lo mal que se sentía. O de lo mal que lo estaba haciendo yo.
Era de noche y se acababa de acostar. Ya sabéis el mal cuerpo que se pone con la fiebre. La aspirina o el paracetamol no terminaban de hacer efecto y se encontraba fatal. Cada poco tiempo requería mi atención para que trajera agua o alguna otra cosa.
Entonces me pidió algo que nunca imaginé que me pediría. Me preguntó si podía darle la mano para ver si se dormía. Enseguida se la di lo más amorosamente que pude y cuando se lo conté a su madre le expliqué lo mucho que a mí me hubiera costado hacer una petición así. Supuse que a él también le había costado. O quizás no. Posiblemente la necesidad se imponía a cualquier pudor a la hora de mostrar debilidad. En todo caso, aunque yo cumplí como un buen padre con su niño, no pude sino sentir una pizca de ridículo, allí los dos hombretones de la manita.
Pensé entonces que “necesitar ternura” y expresarlo claramente es algo normal y muy sano, pero lo que os cuento estaba claro que mi “creencia” más inmediata y profunda no era esa. Me alegré por Héctor, que había sabido lo que necesitaba emocionalmente y lo había pedido sin rodeos.
A su madre y a mí siempre nos ha parecido que en cuanto a sentimientos Elena es bastante más inteligente que su hermano y desde muy pequeña ha sabido decir lo que sentía y lo que necesitaba. En alguna ocasión que por lo que fuera se sintió carente de mimos fue a su madre y le dijo “Mamá, dime “cariño”.
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Hace un mes mi hija decía a la hora de cenar.
- “Tengo cabreo y no sé por qué”. Y yo, medio en broma medio en serio, le respondí:
- ¿No será porque no te quiere algún chico?”
- Yo por eso no me enfado. ¡Él se lo pierde!
¡Olé autoestima! ¡Esa es mi niña!
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Como estas cosas no las cuento para ellos, espero que los que conocéis a mis hijos y tratáis con ellos seáis discretos.
UN BESAZO (Chuchi)
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