03 julio, 2007

ARENAS 1


Lo primero que se advierte cuando se llega a Arenas, incluso en la carretera si abres la ventanilla al cruzar la sierra, es la fragancia del aire. Romero, jara, tomillo. Tras abrir la puerta del automovil, al aparcar delante de casa, inmediatamente notas el aroma de la madreselva cercana. El aire perfumado de Arenas es una delicia que sus habitantes al respirarlo cada día no aprecian en su justo valor. Es cierto que oler una planta es un placer efímero pero infinitamente agradable en su fugacidad.

Cuando llevas un rato, si te sientas a reposar tranquilo, el silencio es otra cosa que se te hace presente. No es que no haya coches, los hay, como en todas partes, pero desde mi casa se oyen sólo de vez en cuando y lejanos. Mi calle no tiene salida, ni por tanto tráfico, sólo el de los vecinos que llegan a aparcar delante de sus casas. Lo que escucho no es ruido sino noticias de M. que baja al supermercado a la hora de siempre o de T. que ha subido a por algo a casa (¡qué raro, si a esta hora suele estar trabajando!) Cuando no se oyen los pájaros cantar, desde mi habitación se escuchan algunos, te das cuenta de que hay silencio. Silencio. Insólito.

El sabor del agua también choca. O su falta de sabor para decirlo con exactitud. El agua de este pueblo sabe riquísima. Recuerdo que cuando regresé para vivir en Salamanca después de mi estancia en Arenas no entendía cómo el agua de la ciudad podía saber tan mal. Era el cloro, claro. En la urbanización de adosados donde paso el verano, y donde estuve durante cinco curso viviendo, la bebemos de un pozo. Riquísima. Incluso los vecinos conservamos la vieja costumbre de ir a por ella a la fuente. No es algo voluntario sino resultado de la historia del lugar. Cuando se puso el depósito al que sube el agua del pozo y desde el que se distribuye a las casas, a alguien se le ocurrió pintarlo por dentro. Para que no criara algas, dijo. El asunto fue que no se eligió la pintura adecuada y cuando ya estaba hecho se comprobó que soltaba cobre o no se qué sustancia tóxica que contaminaba el agua. Nadie quiso entonces vaciarlo de nuevo y rascar la pintura. El resultado ya lo sabéis: Como en los pueblos de otros tiempos los vecinos, para beber, acudimos a llenar las garrafas a la fuente que hay en el jardín de la zona común y que sube directamente del pozo.

El aire, el agua, el silencio. A estos placeres de los sentidos hay que añadir otro del que nos priva la iluminación de las ciudades: la visión de las estrellas. Después de las doce, algunas noches cuando los niños que juegan en el jardín común se han ido a dormir, tienen como hora tope la medianoche, y cuando aún se ven muchas ventanas de las viviendas encendidas salgo fuera a tumbarme boca arriba unos minutos sobre el césped en la oscuridad. Ya nadie sale a esa hora.

Aparte del sitio, supongo que las vacaciones, la falta de preocupación y la placidez de la noche ayudan a hacer de esos ratos un tiempo de felicidad. Pero os prometo que en esos momentos el cielo estrellado, con su silencioso y tranquilo estar delante de mí, parece decirme que vivo en el paraiso.



............
Si un día nos decidimos a comprar la caravana, ya he puesto el enganche en el coche, tengo que tener candidatos entre los amigos para alquilarles el chalet durante el mes de julio. ¿Os parece que hago bien la propaganda?

4 comentarios:

  1. Te dije que dejaras los tripis

    ResponderEliminar
  2. Águeda.
    Toma. No estabas allí (TL) cuando conté esto.


    Oír silbar las balas

    Al entrar en el bachillerato mi abuelo nos regalaba una bici o una escopeta, a elegir y doce nietos pasamos el rito, la mayoría con bici y solo dos con escopeta.
    Una de las burradas que se nos ocurrían fue llevada a la práctica con eficacia: oír silbar las balas.
    Fundiendo los perdigones en un cazo al fuego y volviendo a meter casi todo el plomo fundido en el cartucho se obtenía el proyectil para hacerlo pasar cerca de un oído.
    Ponerse detrás del tronco de un pino y marcar la altura de la oreja para apuntar el disparo del tirador, era lo más peligroso del invento; logramos aquilatar la técnica de fundición y nunca la bala fundida modificaba la vaina del cartucho evitando así que reventara la escopeta.
    ----------------------------------
    ¡Ah!, aviso: Sarapo cambia las sábanas, escribe ..., nosotros vamos a nuestra bola... él tan contento.

    Mi estrella se llama Deneb.

    ResponderEliminar
  3. Impresionante relato, cat

    Yo contemplo el cielo nocturno pero no distingo nada. Privilegiado tú que sabes localizar la más brillante de la constelación del Cisne y una de las más brillantes del cielo estrellado.

    Nunca se me había ocurrido tener una estrella propia. ¿Pero la tienes escriturada?

    ResponderEliminar
  4. La etiqueta "arenas" no ha estado nada mal. Disfruta de las vacaciones (y háznoslo saber).

    ResponderEliminar