Águeda
Águeda era su nombre, si mi memoria no falla.
No es un nombre corriente, aunque ella si lo era.
Ni la alumna más lista, ni la más guapa, ni la más estudiosa, ni la más simpática.
Águeda se mató una noche.
Era una alumna anodina, sin que esto conlleve ningún desprecio, pero tampoco vamos a engañarnos porque la niña esté muerta: pasaba desapercibida. De hecho, del año que yo le di clase sólo recuerdo una anécdota suya. Aparte de su muerte, claro.
Un día, sus compañeros me hicieron notar que llevaba un corte de pelo muy especial. No se veía con claridad a primera vista aunque supongo que lo advertía quien se fijara un poco. “Enséñaselo”, le pidieron con insistencia sus amigos, no entiendo hoy a cuento de qué y supongo que al comienzo o al final de una clase. Ella se volvió y se levantó el pelo por detrás. Bajo la melena, que se mantenía larga, su nuca estaba completamente afeitada o rapada muy cortita hasta la altura de las orejas. “Muy moderno” debí decir, o algún comentario elogioso parecido.
No era la más gamberra, ni la más valiente, ni las más aplicada, ni la que más bebía. Era una niña como he tenido tantas en clase a lo largo de los años. No debía distraerse durante las explicaciones porque no recuerdo que yo se lo reprochara como tengo que hacerlo con otros. Si hablaba con los compañeros debía ser de modo discreto y sin distraer mi atención.
Águeda se mató la noche de un sábado a un domingo junto con otro chico que conducía, en una zona de curvas. Los que iban detrás se salvaron milagrosamente cuando el coche se salió de la carretera y se estrelló contra una roca de granito de las que hay tantas en Ávila.
No se supo en aquel momento el motivo del accidente aunque todo el mundo lo sospechó. Ella no bebía grandes cantidades, o al menos eso decían sus amigos, pero ella no era la que conducía. Al sur de la sierra los chicos se mueven mucho de un lado para otro entre pueblos cercanos, son apenas cinco kilómetros, todo lo más quince entre los sitios más lejanos.
No tendría ningún motivo para recordar a Águeda de no ser por su triste final a los 17 años. Ojalá no lo hiciera.
Sí guardo memoria del funeral en su pueblo. Todos los compañeros lloraban reunidos en pequeños grupos fuera de un templo pequeño en el que no todos pudimos entrar. Hasta los alumnos de otros niveles, que la conocían sólo de vista se contagiaban del llanto de sus amigos más cercanos.
También tengo la imagen de la iglesia abarrotada durante una misa que se celebró a los pocos días en el pueblo donde estaba el Instituto. Su profesor de lengua, leyó cuando terminó un discursito que recibió muchas alabanzas más tarde, aunque a mí me pareció cursi. La comparaba a una mariposa.
Águeda no era la más tarambana, ni la más cabeza hueca, ni las más irresponsable, ni la menos estudiosa. No cabía siquiera la justificación de que “siendo como era algún día tenía que pasar”. Águeda se mató una noche de primavera por subirse al coche de un amigo que había bebido demasiado.
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Esto lo escribí a las cuatro de la mañana del sábado. Me desperté y mi hijo no había vuelto de fiesta. La tarde anterior me había dicho que se acercaban con coche a bañarse a un pueblo cercano: Guisando. Aunque ya lo había visto después de aquello.
Como sé que los jóvenes lo quieren “todo y ya”, a esa intempestiva hora de la madrugada le puse el siguiente SMS: “Recuerda que no hace falta vivirlo todo esta noche”. A las cinco, como había dicho que volvería entonces le di un toque, pero no lo cogió. Luego llegó a “y media” cuando prácticamente tenía terminado el “post” que he colgado hoy.
No es un nombre corriente, aunque ella si lo era.
Ni la alumna más lista, ni la más guapa, ni la más estudiosa, ni la más simpática.
Águeda se mató una noche.
Era una alumna anodina, sin que esto conlleve ningún desprecio, pero tampoco vamos a engañarnos porque la niña esté muerta: pasaba desapercibida. De hecho, del año que yo le di clase sólo recuerdo una anécdota suya. Aparte de su muerte, claro.
Un día, sus compañeros me hicieron notar que llevaba un corte de pelo muy especial. No se veía con claridad a primera vista aunque supongo que lo advertía quien se fijara un poco. “Enséñaselo”, le pidieron con insistencia sus amigos, no entiendo hoy a cuento de qué y supongo que al comienzo o al final de una clase. Ella se volvió y se levantó el pelo por detrás. Bajo la melena, que se mantenía larga, su nuca estaba completamente afeitada o rapada muy cortita hasta la altura de las orejas. “Muy moderno” debí decir, o algún comentario elogioso parecido.
No era la más gamberra, ni la más valiente, ni las más aplicada, ni la que más bebía. Era una niña como he tenido tantas en clase a lo largo de los años. No debía distraerse durante las explicaciones porque no recuerdo que yo se lo reprochara como tengo que hacerlo con otros. Si hablaba con los compañeros debía ser de modo discreto y sin distraer mi atención.
Águeda se mató la noche de un sábado a un domingo junto con otro chico que conducía, en una zona de curvas. Los que iban detrás se salvaron milagrosamente cuando el coche se salió de la carretera y se estrelló contra una roca de granito de las que hay tantas en Ávila.
No se supo en aquel momento el motivo del accidente aunque todo el mundo lo sospechó. Ella no bebía grandes cantidades, o al menos eso decían sus amigos, pero ella no era la que conducía. Al sur de la sierra los chicos se mueven mucho de un lado para otro entre pueblos cercanos, son apenas cinco kilómetros, todo lo más quince entre los sitios más lejanos.
No tendría ningún motivo para recordar a Águeda de no ser por su triste final a los 17 años. Ojalá no lo hiciera.
Sí guardo memoria del funeral en su pueblo. Todos los compañeros lloraban reunidos en pequeños grupos fuera de un templo pequeño en el que no todos pudimos entrar. Hasta los alumnos de otros niveles, que la conocían sólo de vista se contagiaban del llanto de sus amigos más cercanos.
También tengo la imagen de la iglesia abarrotada durante una misa que se celebró a los pocos días en el pueblo donde estaba el Instituto. Su profesor de lengua, leyó cuando terminó un discursito que recibió muchas alabanzas más tarde, aunque a mí me pareció cursi. La comparaba a una mariposa.
Águeda no era la más tarambana, ni la más cabeza hueca, ni las más irresponsable, ni la menos estudiosa. No cabía siquiera la justificación de que “siendo como era algún día tenía que pasar”. Águeda se mató una noche de primavera por subirse al coche de un amigo que había bebido demasiado.
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Esto lo escribí a las cuatro de la mañana del sábado. Me desperté y mi hijo no había vuelto de fiesta. La tarde anterior me había dicho que se acercaban con coche a bañarse a un pueblo cercano: Guisando. Aunque ya lo había visto después de aquello.
Como sé que los jóvenes lo quieren “todo y ya”, a esa intempestiva hora de la madrugada le puse el siguiente SMS: “Recuerda que no hace falta vivirlo todo esta noche”. A las cinco, como había dicho que volvería entonces le di un toque, pero no lo cogió. Luego llegó a “y media” cuando prácticamente tenía terminado el “post” que he colgado hoy.
Hoy pienso dárselo impreso para que lo lea.
Me has puesto la carne de gallina. Dáselo para que lo lea, aunque no le sirva para nada. Y después le das un beso y un fuerte abrazo.
ResponderEliminarCuando empecé a hacer dibujitos en Ávila, solía reproducir esas rocas. También en ocasiones las escalaba con unos "pies de gato" que me llevé de León. Ahora que soy tan precavido, recuerdo esa época adolescente en la que se tiene esa sensación de inmortalidad. Algunos neurólogos la atribuyen a una inmadurez de cierta parte del cerebro, lo que no hace otra cosa que aumentar mis temores.
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