PASANDO MIEDO
Os voy a contar uno de los peores días de mi vida. Digo uno pero fueron unos cuantos. Estuvieron marcados por el miedo.
Estaba destinado en La Adrada y de resultas (es decir, en una segunda parte del concurso de traslado, la definitiva, cuando ya no lo esperaba) me dieron traslado a Fuentesaúco a treinta de Salamanca. El nuevo destino suponía para nosotros una alegría enorme pues mi éxito se sumaba al que ya había obtenido my wife, a la que habían dado Salamanca-capital en la primera fase. El hecho de que no me quedaba viviendo solo al sur de la sierra de Ávila, cuando mi familia se mudara a Salamanca al curso siguiente, me llevó a querer invitar a algo a mis compañeros de centro. A todos, en el bar de Instituto, de un modo organizado.
Ernesto, un profe mayor de física, (Ernestinto de verano lo llamaban los alumnos debido a una de sus aficiones) se marchaba a Canarias aquél año y ya había dado una fiesta que fue casi una despedida de jubilación. Había comprado jamón de pata negra y buen vino. Hacía un mes de aquello, cuando yo, en la misma cafetería, al final de las clases, a la misma hora que lo hizo él, contraté con el del bar hacer algo parecido pero mucho más modesto. Se trataba de unas bebidas y unos pinchos (unas tortillas, aceitunas, queso, jamón del barato...)
Cuanto más se acercaba el día empecé a creer que aquello que había contratado se iba a quedar corto y que en dos minutos estaría terminado. Es difícil calcular cuanto pueden pinchar treinta y tantas personas. En realidad, a la hora de comer y después de seis clases treinta y tantos profesores se pueden comer todo lo que les echen y quedarse con hambre. El caso es que aquello ya me costaba un dinero y no estaba dispuesto a gastarme más.
Sin embargo, mis temores crecían día a día. Lo consulté con el del bar que me dijo que sería suficiente, pero un día antes avisé a mis compañeros con una nota en el tablón de la sala de profesores. "AMIGUITOS, QUE LO MÍO NO ES COMO LO DE ERNESTO, QUE NO SE TRATA DE INVITAROS A COMER SINO A UN PINCHO." El que avisa no es traidor.
Yo no tenía ninguna obligación de hacer aquello. Había otra compañera a quién también habían dado traslado y que no invitaba a nada (supongo que el hecho de estar buena la liberaba del deber de agradar de otra manera). Esa falta de obligación por mi parte aún hacía más irracional mi miedo. Cualquier cosa que les diera era de agradecer. Pero como el miedo es gratis y cada uno coge la cantidad que quiere, yo suelo coger bastante.
Con la cercanía del día el pánico se apoderó de mi. Se me hizo un nudo en el estómago que no me dejaba vivir. En mi mente imaginaba el bar ese día y veía las bandejas vacías cuando aún no habían llegado todos los profesores e imaginaba que los más retrasados se quedaban sin probar bocado. ¡Un horror!
Lo cierto es que quitando a un grupo con el que todavía tengo contacto, algunos leen este blog, a la mayoría no la iba a volver a ver en mi vida. ¿Qué me importaba entonces a mí lo que pudieran pensar? Pues eso digo yo. Pero me moría de vergüenza. Aquella mirada imaginaria de una multitud que me veía como a un tacaño me aterrorizaba de una manera que no podéis imaginaros. Ha pasado ya tiempo y aún recuerdo aquel día como uno de los más horroroso de mi vida.
Cuando alguien directamente te hace una crítica puedes defenderte, pero es mucho peor cuando ese juicio negativo sobre ti es imaginario. Eres tú el que te inventas lo que otros piensan y no hay defensa posible. ¿Ante quién? Eres tú mismo el que te condenas.
Recuerdo que aquella mañana sólo tenía clase las horas de después del recreo. Me levanté temprano y fui con la bici a subir cuestas. Concentrándome en el esfuerzo físico intentaba distraerme un poco de la tortura mental que me obsesionaba. Sin embargo mi cabeza no paraba y como el dolor fija en la memoria para siempre algunos momentos recuerdo aquellas pedaladas como si fuera ayer cuando las di. Debido a la ansiedad subí la cuesta de la grama, así la llaman, en menos tiempo que nunca. Es curioso que no recuerde cómo pasé la noche. Seguro que dormí poco y mal. Sin embargo son aquellas horas previas, en el comienzo de día, las que quedaron como una cicatriz en mi memoria.
Debe ser que no tengo mucha fe en mi criterio, o no me fío demasiado de mi propio juicio porque siendo un tipo encantador, como soy, no se entiende que me asuste tanto “el qué dirán”. El juicio recriminatorio de los otros es lo más amargo que se me ocurre cuando pienso en cosas no deseables. Consulté una vez con Aristóteles y me dijo que en realidad valoramos la fama (en este caso la mala fama) porque suponemos que es reflejo de determinado méritos (en este caso de un demérito). Él dice que es ese mérito el que debe importarnos y debemos buscar y no los homenajes que los demás nos tributen por ello.
Al final todo terminó bien, como finalizan todos mis miedos. Hubo suficiente comida para todos y como correspondía dije unas palabras que, inspiradas por los nervios, todos rieron y aplaudieron mucho. O eso me pareció a mí.
¿Cuántas noches insomnes habré de pasar aún en mi vida sufriendo por peligros horrorosos que me amenazan y que luego nunca son tan graves como parecían?
Hobbes decía algo que yo suscribo.
“Cuando yo nací mi madre parió gemelos. Yo y mi miedo.”
Estaba destinado en La Adrada y de resultas (es decir, en una segunda parte del concurso de traslado, la definitiva, cuando ya no lo esperaba) me dieron traslado a Fuentesaúco a treinta de Salamanca. El nuevo destino suponía para nosotros una alegría enorme pues mi éxito se sumaba al que ya había obtenido my wife, a la que habían dado Salamanca-capital en la primera fase. El hecho de que no me quedaba viviendo solo al sur de la sierra de Ávila, cuando mi familia se mudara a Salamanca al curso siguiente, me llevó a querer invitar a algo a mis compañeros de centro. A todos, en el bar de Instituto, de un modo organizado.
Ernesto, un profe mayor de física, (Ernestinto de verano lo llamaban los alumnos debido a una de sus aficiones) se marchaba a Canarias aquél año y ya había dado una fiesta que fue casi una despedida de jubilación. Había comprado jamón de pata negra y buen vino. Hacía un mes de aquello, cuando yo, en la misma cafetería, al final de las clases, a la misma hora que lo hizo él, contraté con el del bar hacer algo parecido pero mucho más modesto. Se trataba de unas bebidas y unos pinchos (unas tortillas, aceitunas, queso, jamón del barato...)
Cuanto más se acercaba el día empecé a creer que aquello que había contratado se iba a quedar corto y que en dos minutos estaría terminado. Es difícil calcular cuanto pueden pinchar treinta y tantas personas. En realidad, a la hora de comer y después de seis clases treinta y tantos profesores se pueden comer todo lo que les echen y quedarse con hambre. El caso es que aquello ya me costaba un dinero y no estaba dispuesto a gastarme más.
Sin embargo, mis temores crecían día a día. Lo consulté con el del bar que me dijo que sería suficiente, pero un día antes avisé a mis compañeros con una nota en el tablón de la sala de profesores. "AMIGUITOS, QUE LO MÍO NO ES COMO LO DE ERNESTO, QUE NO SE TRATA DE INVITAROS A COMER SINO A UN PINCHO." El que avisa no es traidor.
Yo no tenía ninguna obligación de hacer aquello. Había otra compañera a quién también habían dado traslado y que no invitaba a nada (supongo que el hecho de estar buena la liberaba del deber de agradar de otra manera). Esa falta de obligación por mi parte aún hacía más irracional mi miedo. Cualquier cosa que les diera era de agradecer. Pero como el miedo es gratis y cada uno coge la cantidad que quiere, yo suelo coger bastante.
Con la cercanía del día el pánico se apoderó de mi. Se me hizo un nudo en el estómago que no me dejaba vivir. En mi mente imaginaba el bar ese día y veía las bandejas vacías cuando aún no habían llegado todos los profesores e imaginaba que los más retrasados se quedaban sin probar bocado. ¡Un horror!
Lo cierto es que quitando a un grupo con el que todavía tengo contacto, algunos leen este blog, a la mayoría no la iba a volver a ver en mi vida. ¿Qué me importaba entonces a mí lo que pudieran pensar? Pues eso digo yo. Pero me moría de vergüenza. Aquella mirada imaginaria de una multitud que me veía como a un tacaño me aterrorizaba de una manera que no podéis imaginaros. Ha pasado ya tiempo y aún recuerdo aquel día como uno de los más horroroso de mi vida.
Cuando alguien directamente te hace una crítica puedes defenderte, pero es mucho peor cuando ese juicio negativo sobre ti es imaginario. Eres tú el que te inventas lo que otros piensan y no hay defensa posible. ¿Ante quién? Eres tú mismo el que te condenas.
Recuerdo que aquella mañana sólo tenía clase las horas de después del recreo. Me levanté temprano y fui con la bici a subir cuestas. Concentrándome en el esfuerzo físico intentaba distraerme un poco de la tortura mental que me obsesionaba. Sin embargo mi cabeza no paraba y como el dolor fija en la memoria para siempre algunos momentos recuerdo aquellas pedaladas como si fuera ayer cuando las di. Debido a la ansiedad subí la cuesta de la grama, así la llaman, en menos tiempo que nunca. Es curioso que no recuerde cómo pasé la noche. Seguro que dormí poco y mal. Sin embargo son aquellas horas previas, en el comienzo de día, las que quedaron como una cicatriz en mi memoria.
Debe ser que no tengo mucha fe en mi criterio, o no me fío demasiado de mi propio juicio porque siendo un tipo encantador, como soy, no se entiende que me asuste tanto “el qué dirán”. El juicio recriminatorio de los otros es lo más amargo que se me ocurre cuando pienso en cosas no deseables. Consulté una vez con Aristóteles y me dijo que en realidad valoramos la fama (en este caso la mala fama) porque suponemos que es reflejo de determinado méritos (en este caso de un demérito). Él dice que es ese mérito el que debe importarnos y debemos buscar y no los homenajes que los demás nos tributen por ello.
Al final todo terminó bien, como finalizan todos mis miedos. Hubo suficiente comida para todos y como correspondía dije unas palabras que, inspiradas por los nervios, todos rieron y aplaudieron mucho. O eso me pareció a mí.
¿Cuántas noches insomnes habré de pasar aún en mi vida sufriendo por peligros horrorosos que me amenazan y que luego nunca son tan graves como parecían?
Hobbes decía algo que yo suscribo.
“Cuando yo nací mi madre parió gemelos. Yo y mi miedo.”
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Prisas de la editorial me obligan a sacar las cosas de cualquier manera como veis.
Es aquello del "como sea" del otro.
En realidad te quedaste corto. Lo que pasó es que la gente, al ver lo poco que había, comieron poco. Ellos si fueron generosos. Que duermas bien esta noche.
ResponderEliminarY además la tortilla estaba dura como una piedra. Por eso sobró.
ResponderEliminarMuchos historias levanta este post. No me afectan a mí; soy poco miedoso pero vendrían al pelo.
ResponderEliminarEncontrar un alma gemela en la blogocosa que padece la misma gracia que uno me anima a contarte "el primer premio a la idiotez propia del día" (llevo una relación y al final se lo doy a la mejor: una carcajada).
Repasando hoy mis comentarios en un evolutivo me leo: "Me abisan de.." Aún es pronto y puedo hacer otra de cualquier tipo. La que te cuento va en cabeza.
Muy divertido. Excepto el final. ¿Pusiste postre?
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