Atención dispersa.
Prometo que ayer me puse a grabar un vídeo para responder a Paula.
No pude terminarlo.
Llevo unos días, desde que se fue mi hermana y mi cuñado, con
la cabeza a cien por hora. La meditación diaria es una locura. No creo que
llegue a pasar ni un diez por ciento del tiempo atento a mis manos y a dónde
estoy. El resto lo paso en el torrente de mis pensamientos. Palabras y pensamientos toda la hora. Lo que alguien dijo, lo que dije, lo
que tenía que haber dicho, lo que diré, lo que pasó, lo que pasará, lo que
tenía que hacer, lo que no hice, cómo soy, como tendría que ser, cómo era, como
seré. Todo menos ser quien soy y estar donde estoy: de rodillas, en la banqueta de meditación,
respirando profundo y atento a mis manos.
Pero aunque parezca un tiempo perdido no lo es. Porque esa
dispersión absoluta de la meditación me índica desde por la mañana cuál es mi
estado mental. No estoy en la realidad, atento a la vida y a lo que sucede. Estoy
en la película que proyecto en mi cabeza, ajeno a mi entorno más cercano. Y eso
quizás explique que mi mujer se enfade conmigo por cosas sin importancia. Lo
que le disgusta es verme tan ido, tan ajeno, tan lejano. Lo que le disgusta es que, estando a
su lado, no esté con ella.
Ayer tuve una conversación sobre política con un amigo.
Caminábamos al atardecer hacia el “covacho del hippy”, una especie de cueva que
hay por el encima de El Hornillo. Me involucro de tal manera en la conversación
que no me entero de por dónde voy. En otros tiempos esto me hubiera parecido lo
normal y lo tomaría como una prueba palpable de que soy un intelectual y que el
mundo empírico me importa un comino. Hoy creo que es un error querer vivir
en las ideas en lugar de en nuestro cuerpo.
Son las diez de la mañana. Voy a ir a pasear al camino de
San Pedro a ver si consigo contemplar algunos árboles y centrar mi atención en
la hermosa vegetación que me rodea.
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