El último día del verano.
Esta entrada viene de aquí.
Lo que vais a leer lo escribí a comienzos de septiembre. A mediados. Lo escribí en dos días. Lo comencé a escribir antes de ir al médico y lo terminé una vez que ya me había recetado Escitalopram 10 (un comprimido) y Lorazepam (medio por la mañana y medio antes de dormir).
B, el amigo médico con el que paso el verano, me ha
convencido de que depresión y ansiedad son lo mismo, o caras de una misma
moneda. Por esa razón cuando se quiere tratar la ansiedad a largo plazo se
prescriben antidepresivos.
Hace unos días tomé una decisión muy importante en mi vida.
Voy a tomar antidepresivos. O de otro modo, voy a ir al médico para que me los
recete.
El verano pasado terminó con una frase contundente de mi
mujer. “Estás de psiquiatra”. Esto no era un insulto, o no solo, era un
diagnóstico. Entonces lo tomé como un exceso verbal, que no son extraños en
ella, al fin y al cabo la frasecita había
sido pronunciada dentro de una discusión en la que hacíamos balance del verano.
Aquel mismo verano mi amigo B. dijo que yo era un ejemplo claro de TAG (Trastorno de ansiedad generalizado). Pero lo
que no dijo es que debiera medicarme. Cuando yo le preguntaba sobre eso él
siempre insistía en la autonomía del paciente. Si tú llevas una vida con la que
estás a gusto y crees que no lo necesitas no te mediques, si por el contrario
te sientes insatisfecho con ella y quieres mejorarla hazlo.
Este verano terminó con una cena en casa de unos amigos en
la que, sin motivo, no solo monté un pollo sino dos.
Primero me empeñé en cantarle las verdades del barquero a un
amigo, lo que llevó a que mi mujer se enfadara conmigo y se fuera. Tras mis disculpas por haber estropeado la noche la cena continuó y en el fragor de la
charla volví a estropearla por segunda vez.
Les planteé el problema de las tres puertas y como se
resistían a admitir como verdadera la solución correcta les mostré su error con
tal desprecio y tanta chulería que uno de ellos (es un conocido y casi no hemos tratado) se levantó con la actitud
amenazante del que te va a partir la cara. Cierto que yo le había dicho que no se atrevía a apostar dinero porque no tenía huevos. Como no soy físicamente violento,
verbalmente puedo serlo mucho, me di cuenta de mi error y a partir de ese
momento rectifiqué.
Aquella cena hizo que se encendieran todas las alarmas. Esa
tarde, con la intención de que no sucediera lo que sucedió me había tomado
medio orfidal. Me cuesta creerlo, monté la escena más fea de todo el verano
estando “tranquilizado”. Desde ese día tengo la seguridad de que algo no va
bien en mi vida. Ésta puede ir mejor si tomo pastillas. Por eso decidí ir al
psiquiatra y ya me ha recetado un antidepresivo y (mientras este hace su
efecto) un ansiolítico. No considero que esto sea una crisis pasajera, creo que
es un problema estructural. Pero ya veremos. De momento solo lo sabe mi mujer.
No quiero decírselo a nadie porque parece que es hacer más grande la enfermedad.
Siempre he tenido un prejuicio. Si no tomas pastillas no
estás enfermo. Si las tomas sí. Para mí solo existían esas dos posibilidades.
He descubierto que existe otra: que tengas problemas y estés sin medicar. Esto
es lo que no quiero que me suceda. Y me he resignado a aceptar mi condición de
enfermo. Lo hago como quien se rinde. Tengo miedo de perder con las medicinas
algo de ese genio, que también le da gracia a la vida. Aún tengo soterrada la
creencia de que podría sujetar mis nervios por mí mismo. Embridarlos, como se
supone que he hecho este curso pasado, que no tomé pastillas habitualmente. Pero
es una creencia falsa. Algo que debo desterrar. Llevo mucho tiempo viviendo en
la cuerda floja. Creo que a partir de ahora voy a vivir mejor.
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