18 febrero, 2014

SORDERA.


A la dificultad que dos personas siempre tienen para entenderse, se suma, ahora, en la vejez, la sordera de mi padre.
Mi madre le dice, desde lejos, en el salón: “Me voy a la frutería”. Mi padre sigue absorto en su lectura. “Míralo, no se entera”. Mi madre repite en voz más alta “¡Que me voy!”. “¿Será posible que no oiga?” Y cuando lo ha repetido varias veces subiendo el tono, de pronto, mi madre pega un chillido. 
Mi padre lo oye, la mira, la ve con la cara descompuesta y entonces es él el que se enfada y responde agrio: “Ya sabes que no oigo, ¿qué quieres?”.

Otras veces quien se irrita primero es él. Cuando mi madre le habla él le pide que lo repita. Pero mi madre lo repite exactamente como lo dijo la primera vez, no simplifica, no resume, no levanta la voz. Mi padre sigue sin enterarse y se impacienta, pidiéndole a su vez, a gritos, que lo diga más fuerte. Y ya está liada.

Mi madre comienza siempre hablándole normalmente. Como si no fuera sordo.Ella no es capaz de darse cuenta de que tiene que cambiar la manera de dirigirse a él, no puede hablarle como le ha hablado siempre. Yo, por ejemplo, cuando llego y está leyendo, tengo que colocarme  primero delante de él y hacer un gesto para que repare que estoy allí. Antes de eso puedo estar moviéndome por la habitación un rato y él no se entera. Cuando hablo simplifico los mensaje y se los digo bien alto. Bien es verdad que yo estoy con él un rato y ella todo el día.

La vejez, qué duda cabe, tiene amargura.¿No podrían intentar aliviarla tratándose con más amor? ¿No son suficientes los achaques de la edad como para, además, añadir a ellos la pesada carga de su pelea constante?

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