PREJUICIO
A mi padre le debo muchas cosas. Creo que la base profunda de
todo lo que sé se lo debo a él. También le debo algunos prejuicios.
La primera
vez que fui a Londres, hará quince años, fui con él. Se negó a que fuéramos a ver el palacio de Buckingham. Decía
que de los paletos que van a Londres ninguno se pierde el cambio de guardia. Al
final nos acercamos a ver el palacio que por fuera es bastante soso y aburrido pero al cambio de guardia ni atado. No me parecía bien su negativa. Quizás hubiera entendido que no quisiera verlo porque nos quitaba tiempo de ver otras cosas, pero no por el deseo de que nadie pudiera confundirlo con el tipo corriente que va a Londres. Mi padre nunca se ha sentido un tipo corriente. Y en muchos sentidos no lo es.
“Identificarse con” o “diferenciarse de” diferentes grupos
es una de las motivaciones humanas.
Puesto a elegir yo preferiría parecerme a los mejores que
intentar escapar del parecido con los peores. Pese a todo, en este último
viaje, en algún momento alguien nombró el cambio de guardia y me di cuenta de
que, además de en su casa, mi padre vive dentro de mí.
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