Serenidad y crisis.
A veces, en tiempos de calma, creo que la meditación me da cierta
serenidad. Pero en seguida la vida me muestra la verdad.
Por ejemplo, escribo a la coordinadora de la Olimpiada
Filosófica para interesarme por cómo va el proceso de selección y en su
respuesta se muestra sorprendida porque no le consta que mi centro haya enviado
nada este curso y si lo hicimos, quiere saber a qué dirección . ¡Dios mío!
Huelo la catástrofe. ¿Será posible que lo mandara a un mail erróneo y por MI CULPA
nuestros alumnos se queden sin participar este año en la Olimpiada? Me invade
una sensación de pánico. ¿Acaso no puse el máximo cuidado para no equivocarme
con la dirección? Sé que todo me daría igual siempre que no fuera YO el
culpable. Mandaría al guano la Olimpiada con tal de no aparecer YO ante mis
compañeros de Departamento como el responsable del desaguisado. Ser cogido en
falta, aunque solo sea por torpeza, me llena de angustia. El descrédito ante
los otros me inspira un miedo cerval. Casi preferiría morirme.
Tranquilos, amiguitos. Lo había mandado todo correctamente a
un mail que los organizadores ya no usaban, pero que aún figuraba en la página
web. Lo reenvié al mail actual y el asunto se arregló.
Pero mi supuesta calma saltó por los aires y se puso de
manifiesto que soy el de siempre.
Es contradictorio. Soy capaz de afirmar que toda mi vida enseñando ha sido un fracaso y puedo reconocer en abstracto que no he sido buen profesor. Pero en el momento en que ante mis compañeros existe la posibilidad
de aparecer como un metepatas o como un irresponsable me echo a temblar. Me
muero de miedo.
Y en esos momentos no me acuerdo para nada de la oración del
abandono.
“Haz de mí lo que quieras”.
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