04 julio, 2017

Hoy quiero contar exactamente cómo fue.



X era un alumno sordo de primero de bachillerato. Alguna clase a la semana tenía una persona que le traducía al lenguaje de signos lo que yo decía, y en las otras dos clases semanales, X leía mis labios. X era un alumno muy inteligente y seguía el curso muy bien. Yo no le solía poner un 10, pero sí buena nota. 
Siempre puedes captas cuando un alumno no sigue la explicación, pero en el caso de X la cosa era flagrante. Si no estaba mirándote era imposible que escuchara lo que decías. Por eso me disgustaba tanto verlo hablando con otro compañero y sin mirarme.
Cuando veo a alguien distraído, a veces, digo en voz alta “Esto que estoy explicando ahora es muy importante. Si lo pregunto en el examen, Fulanito suspenderá porque no está atendiendo.”
Cuando haces este tipo de comentarios la gente se ríe. En ocasiones, Fulanito escucha su nombre y reacciona, y en otras, Fulanito está tan distraído que no se entera y tienen que ser los demás los que le llaman la atención. “Fulano, que te está riñendo.”
Exactamente esto es lo que sucedió con X. Lo vi distraído e hice un comentario que sería más o menos así: “X no se va a enterar de esto, porque no me está escuchando y si lo pregunto en el examen no podrá responderlo.”
Naturalmente, en seguida algún compañero –quizás con el que estaba hablando- le dijo a X lo que yo había dicho y X retomó su atención a mi explicación. Que sucediera esto es lo que yo pretendía y –como podéis entender- ningún tipo de burla contra el alumno. Es cierto que existe un carácter diferente al decir esto de una persona sorda pero mi intención era exactamente la misma que cuando lo digo de otros alumnos y mi riña cumplió exactamente el objetivo que buscaba del mismo modo que con cualquier alumno no sordo.
X era un alumno educado, no interrumpió mi explicación para quejarse, esperó, y al final de la clase se acercó para decirme que lo que había dicho era una burla de su sordera.
Lo que pasó después lo conté en una entrada de este blog llamada “Angustia”. Acababa de suceder y no quise contarlo exactamente para que no se pudiera identificar al alumno en cuestión.”
El que quiera saber qué sucedió después tendrá que leer aquella entrada que copio aquí:

“Imaginad que tenéis un alumno de raza negra y un día debido a su mala conducta le echáis una bronca en clase. Por algo que decís o por los gritos que dais -que no son habituales- o por lo que sea el alumno se acerca al final de la clase y os dice educadamente que no le ha gustado la bronca. Le decís que estáis muy descontentos con su comportamiento y que la culpa de la bronca solo la tiene él, por haberse portado mal. Él os acusa de discriminación y dice que os habéis comportado de modo racista. De ningún modo estáis de acuerdo con ese reproche y allí mismo -y alterado por la acusación- le dais más voces para explicarle que no se trata de racismo que únicamente ha sido un modo de censurar su mala conducta.

¿Os ponéis en situación? Dejadme que continúe en primera persona. Era viernes y me fui a casa cabreado. Me parecía que era injusta la acusación y me enfadaba ese mecanismo por el cual los alumnos primero se portan mal y cuando pierdes los papeles convierten la conducta del profesor en el tema central. Quieren ser ellos los que te enseñan a ti cómo debes corregirlos.

Sin embargo, pesaba en mí un remordimiento. Creía que los hechos eran ambiguos y creía que contados de una determinada manera podía convertir mi imagen en la de un racista. No pensaba que él tuviera razón pero sí que alguien podía pensar que la tenía. La preocupación no se me iba de la cabeza y creció en mí la seguridad de que el alumno –que se había comportado de modo educado cuando hacía sus acusaciones- se lo contaría a sus padres y al tutor y sus padres vendrían a hablar conmigo y toda esa historia. El alumno no es un mal alumno. Es cierto que se distrae y habla a menudo pero no es alguien con mala fama. Durante la tarde del viernes repetí en mi interior mil veces las razones por las cuales le había reñido y repetí una y otra vez que aquella bronca no había sido diferente de la que podía haber echado a otro alumno cualquiera con independencia de su raza. Pese a todo latía honda la sospecha que los hechos contados de determinado modo o ante oídos deseosos de escándalo podían ser interpretados como racismo. Ese día salimos con la caravana por la tarde pero me tuve que tomar medio orfidal para dormir bien.

El sábado fue un día de angustia. Angustia etimológicamente creo que está ligado a angosto. Como si estuviera atravesando por una estrechísima y larga grieta entre dos rocas y no pudiera casi respirar de lo estrecha que era. Tenía la absoluta seguridad de que el lunes mi conducta estaría en boca de todos y ya me veía justificándome ante el tutor, ante el jefe de estudios, ante los compañeros. No dudaba de que los padres llamarían a primera hora de la mañana al jefe de estudios y que el alumno se lo contaría a su tutor apoyado por algunos de sus compañeros. Me repetía que no había sido un comportamiento racista pero quizás podía ser visto así si la gente quería contar así la película. Ya me sentía censurado por todos.

Aquí entra en juego mi carácter. Yo no necesito haber hecho algo malo para sentirme culpable. El sentimiento de culpa es algo que nació conmigo. La vida lo único que hace es llenarlo alternativamente con unos contenidos o con otros. Yo, de natural, me siento culpable, luego ya veremos por qué.

Ojalá pudiera expresar la angustia que sentía. No puedo decir que fuera un dolor, ni una imposibilidad de respirar, pero aunque la angustia es algo psicológico la sentía como un malestar físico. Mi preocupación era tan grande que solo se me ocurre compararla a una angustia de muerte. Quizás os parezca exagerado pero si me hubieran dicho que tenía un cáncer no creo que hubiera podido sufrir una angustia mayor. Era un dolor inmenso que me amargaba la vida y me impedía concentrarme en nada. El asunto no era ya si era culpable o no. El simple hecho de imaginarme siendo el centro de todas las miradas como posible culpable me angustiaba tremendamente. ¡Qué importaba si lo era o no! ¿No era suficiente deshonra tener que demostrar mi honradez? Me lamentaba de no haber pedido disculpas cuando el chico me acusó de racista. De haberlo hecho habría desactivado el caso y ahora no estaría sufriendo este tormento. El sábado por la tarde ya había tomado la decisión de pedir disculpas cuanto antes. Quizás yo era inocente y no debía pedirlas pero no era eso lo que estaba en juego. Mi único objetivo era no aparecer como sospechoso ante todos. En lugar de esperar al lunes, esa misma tarde del sábado, escribí un mensaje privado al alumno a través de Tuenti y le pedí que me contestara diciéndome si lo había recibido. Tras esto me quedé mucho más relajado aunque de nuevo el domingo volví a sentir cierta angustia al no recibir ningún tipo de respuesta.

Me tranquilizó un poco que mi mujer no le diera ninguna importancia. Había sufrido la angustia en silencio hasta entonces pero el domingo no pude más. Un compañero, el lunes, también me tranquilizó.

Cuando la tarde del lunes recibí un mensaje comprensivo en el Tuenti (todos cometemos errores decía el chico) mi angustia ya había desaparecido casi completamente y me alegré mucho de que la cosa terminara allí.

En fin, he usado el racismo para contar algo diferente, como expliqué al comienzo, pero creo que os he trasmitido lo esencial. Hace mucho tiempo que no lo pasaba tan mal.”

Hasta aquí la entrada pasada. Todo esto viene a cuenta de la importancia de ser víctima hoy en día. 

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