Sufrir para vivir.
D’Ors me ha enseñado que
nos identificamos con nuestras preocupaciones, nuestras angustias y los pequeños
dramas de nuestra vida y creemos que eso es vivir. Si desaparecieran todos esos
problemas imaginarios nos aburriríamos, no sabríamos quienes somos, ni qué hacer. Nos quedaríamos a solas con
nosotros mismos y eso (parece ser) no lo soportamos.
Joselu dijo algo parecido
en un comentario a una de las entradas pasadas. “Necesitas creer que hay
muro pero no lo hay, pero tu angustia lo necesita porque te has acostumbrado a
vivir con la angustia y es tu inseparable compañera como también lo era de
Antonio Machado.”
“En el corazón tenía
la espina de una pasión.
Logré arrancármela un
día,
ya no siento el corazón.”
Queremos sufrir, porque
es la manera de sentirnos vivos.
Tras pasar, con veinte
años, tres primaveras consecutivas tomando antidepresivos y ansiolíticos me
sentía alguien. Relataba mi vida como la historia de aquellos tres episodios. La
depresión me daba una identidad pues vivía algo singular que no le pasaba a
otros. Era como mi pelo rojo, un toque de distinción. Sufría pero también
gozaba mucho. La vida no era gris, al contrario, estaba llena de emociones,
muchas negativas, pero otras veces me sentía en la cima del mundo. Mi condición
de depresivo me hacía sentirme especial. Hay una leyenda (según J.A. Marina)
engañosa que une el genio con la enfermedad mental. En el comienzo de mi
enfermedad, para explicarle a mi padre lo que me pasaba le dije que me sentía
como Van Gogh cuando se cortó una oreja. O cuando se suicidó después de pintar
unos pájaros negros que sobrevuelan un campo amarillo.
Queremos que nos pase
algo en la vida. Y magnificamos las cuatro bobadas que nos suceden para contarla
como una historia con algún interés. Como ejemplo puedo contar de un amigo que presta
mucha atención a sus pequeñas o grandes enfermedades. Siempre padece de algo que
relata con gran detalle. La enfermedad es su condición natural. Le hicieron una
intervención quirúrgica en un dedo con anestesia local y lo contaba como si lo
hubieran operado a corazón abierto.
A mí me pasa igual. Tomo una dosis ridícula de medicina para mis ansiedades
y lo vivo como si padeciera un extraño síndrome que todos los psiquiatras quisieran
analizar. Conozco personas que toman cantidades parecidas desde hace años, recogen
sus recetas en el médico de familia, (no van a “mi” psiquiatra) y si alguien
les dijera que son enfermos lo mirarían con extrañeza.
“¿Enfermo? ¡Ah, ya! ¿las pastillas que tomo? También tomo otras para la
tensión.”
Pero creo que me he caído del caballo. Hablando con un psicólogo ateo he
tenido una repentina conversión religiosa y no voy a sufrir más. He tenido un
insight. He vivido montones de años creyendo en el pecado y en las sombras.
Ahora creo en el perdón y la redención. Estoy muy sorprendido. Puede que haya
descubierto el Mediterraneo, pero para mí es la tierra prometida. Era yo mismo,
y no Dios, el que dictaba una sentencia condenatoria. Puedo vivir sin juzgarme.
Nadie me condena. "Tampoco yo te condeno" le dice Jesús a la mujer que querían lapidar. Estoy más feliz que una perdiz.
Hasta que me acostumbre a ver la luz del exterior de la caverna voy a
tardar pero estoy fuera. ¡¡Yupi!!
El poema al que me refería era otro:
ResponderEliminarEs una tarde cenicienta y mustia,
destartalada, como el alma mía;
y es esta vieja angustia
que habita mi usual hipocondría.
La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:
—Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.
*
Y no es verdad, dolor, yo te conozco,
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.
Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y de pena,
así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla.
La depresión es horrible. Hay un libro muy interesante y cortito que se llama Esa visible oscuridad de William Styron en el que relata su caída en un proceso depresivo a sus sesenta años tras dejar el alcohol. ¿Nunca has sido alcohólico? El alcohol enmascara los síntomas de la depresión adormeciendo el espíritu, dejándolo aplastado. Yo no quiero sufrir. No es mi modo de sentime vivo. Es cierto que el dolor nos crea una identidad de ser sufriente. Cristo es el símbolo del sufrimiento. Son infinitas las imágenes de Cristo en agonía, con el rostro desencajado, con la corona de espinas, flagelado, en la cruz, en los brazos de su madre. Parece que Cristo vino para sufrir todo el dolor del mundo. No vemos a Cristo riendo, gozando. Siempre lo vemos diciendo frases presuntamente profundas y sintiéndose muy importante. Ahí tienes el sermón de la montaña. Jesús de Nazareth era un hombre con delirios psicopáticos. Se creía que era el hijo de Dios y que venía a salvar al género humano, pero era un pobre ser humano más. Pero ahí tienes a Pablo de Tarso que universaliza su mensaje y lo lleva por el mundo y se extiende acabando con el politeísmo del mundo clásico. Flaco favor han hecho los monoteísmos provenientes del judaísmo. Y la culpa, siempre la culpa. Yo viví el cristianismo siempre unido a la culpa. Desde los cinco años sufrí lo indecible por mi conflicto con Dios.
ResponderEliminarLas depresiones que he sufrido me han enseñado el otro lado. Un lugar árido, espeluznante, ominoso, un lugar en que te duelen hasta las raíces de los cabellos, un lugar en que te odias, que deseas morir, provocar un accidente e irte para dejar de sufrir. No hay imagen por horrible que sea que no me haya pasado en este proceso. No trivializo la depresión. Es un dolor de existir que no se puede expresar con palabras. Cuando uno está fuera, siente que respira, que se siente vivo y amando la vida.
Me alegro de que estés fuera de la caverna. Bienvenido al mundo exterior. Nadie te culpa.
Tengo que buscar tiempo para leer tu libro de Ética. Los títulos son muy sugerentes. Parece que es de 2006. Es la primera vez que conozco -virtualmente- a un autor de libros de ética. Conozco personalmente a Clara Valverde, la hija de José María Valverde. La última vez que supe de ella estaba muy malita con fibromialgia muy dolorosa. Vivir con el dolor es una escuela extraordinaria de humildad.