LA MALETA DE MI TÍO
Tras el entierro de mi tío cura en Madrid mis padres llegaron a casa con una maleta grande llena de trastos. Yo no acudí a su funeral porque un mes antes había decidido que las visitas que le hiciera se las haría estando vivo. En la última, ya él en la cama, me entregó una sencilla calculadora enorme de números muy grandes (para los niños) y una radio Sony que cogía muchas frecuencias. Eran regalos recientes con los que alguien le había obsequiado y que me dio sabiendo que él no los iba a usar. Todavía están por casa en buen uso y en ocasiones cuando las veo me lo recuerdan.
Mi tio era fraile, padre paul exactamente y tenía hecho un testamento por el que le dejó su viejo ordenador a su sobrino-nieto Samuel y una colección de monedas antiguas a mi hijo. Es una colección valiosa, con algunas monedas romanas, a la que mi mujer y mi niño prestaron mucha atención aquel primer año. A excepción de esta herencia, sus propiedades personales se reducían a lo que trajeron mis padres dos días después de su muerte.
¿Qué nos queda de alguien cuando muere? Una maleta vieja abierta sobre la mesa del salón de casa de mis padres.
Aquel montón de zaleos reunidos caoticamente transmitía de golpe toda la tristeza de la muerte. Los objetos personales de quien siempre fue un hombre alegre y amigo de la broma y el chiste, mi “tío Josemaría”, habían sido amontonados y trasladados a la casa familiar en un desorden sin sentido. Mi tío había quedado reducido a “aquello”. La habitación donde vivía en el colegio en seguida la ocuparía otro fraile, que cambiaría los muebles de sitio y le daría su toque personal y sus ropas habrían ido a parar al ropero parroquial; quizá las más nuevas fueron reutilizadas por algún hermano de su misma talla en el convento, no lo sé, mi padre no trajo ninguna.
A mí tío le gustaban los aparatos y dejó bastantes. Además de unos llaveros y unos bolígrafos, recuerdo que encontramos varios transistores, el mejor un radio-cassette Grundig, grandote, que debió ser magnífico en tiempos, pero que se había quedado convertido en un armatoste horroroso que ningún sobrino quiso llevarse. Había también unos despertadores y unos cuantos relojes de pulsera. Entre ellos reconocí uno electrónico, aunque barato, que un año antes mi tío me había mostrado orgulloso (su agenda tenía mucha capacidad) y en él había guardado mi número de teléfono y mi fecha de nacimiento. Al principio pensé usarlo pero su manejo, sin instrucciones, era difícil y ahora me lo encuentro de tanto en tanto por casa abandonado en algún cajón. Al terminarse la pila supongo que se habrán borrado para siempre los números de teléfono guardados en su agenda.
Aunque en el testamento, según leí después, había dispuesto que se quemaran todas sus fotografías, entre tantos trastos viejos de los que sólo recuerdo los que os nombro, aparecieron unas fotos desconocidas con unas frases enigmáticas escritas en el dorso que los sobrinos no supimos cómo interpretar. Sólo las vi una vez. Al día siguiente mi padre las había retirado y nunca volví a saber ni a preguntar por ellas.
Sacado de una revista de los paules, tengo un retrato de mi tío delante de mi mesa pinchado en un corcho. Se trata de un busto, como una foto oficial, donde está joven y vestido con un alza cuellos muy llamativo. Su barbilla aparece partida por el hoyuelo que tanta atención nos causaba cuando niños.
Murió hace varios años. A veces miro su imagen, pero ya no pienso en él. Hoy me acordé de aquella maleta llena de cosas inservibles que es para mí la imagen visual del tópico “no somos nadie.”
A lo mejor vuelvo a dibujar tras el estímulo loaiaiano. Claro, de ahí viene el nombre, de que haces loas.
ResponderEliminarPeor es cuando queda algo más que una maleta tras la muerte de una persona.
ResponderEliminarUn caso reciente en mi familia deja constancia de adónde puede llevar la codicia a algunas personas. A la tristeza por la muerte se une la vergüenza por los vivos
Es cierto, las disputas por las herencias son de las cosas más tristes y más vergonzosas que hay.
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