Lágrimas ambiguas.
A mi hijo no le dieron el trabajo en aquella entrevista. ¿Os
acordáis? La de la frase mágica.
Sin embargo, sigue con mi padre la mujer de la que yo
aprendí la frase.
Es una joven brasileña, con un niño de cuatro años y un
marido también brasileño, y se ocupa solo de las treinta y seis horas que la
mujer interna descansa los sábados y domingos.
Es muy dulce, muy dispuesta y parece muy buena persona. (Sí,
claro, no la cogí solo por la frase) Habla mucho. Muchísimo, si le das
pié. Y sorprende porque si no le das ocasión se muestra muy prudente.
L. , que así se llama, además de a mi padre había encontrado
otro anciano al que cuidar durante la semana. Se llamaba Ginés y se había quemado
el pecho y el cuello echándose aceite por encima. Los días que estuvo ingresado
en el hospital L. estuvo con él y luego lo acompañó también diariamente unas
horas cuando volvió a casa.
Hace unas semanas le diagnosticaron un cáncer –me dijo-
y el domingo había muerto. L., la pobre, lamentaba su muerte y lamentaba –claro-
quedarse sin trabajo. Me contó que Ginés le había dicho que no tenía miedo a
morir, pero que lo que no quería era sufrir. L. por un lado veía su muerte como
un alivio para él, porque así no había tenido que sufrir el cáncer. “¡No es
cosa de que tenga que estar él sufriendo para que yo tenga trabajo!” Y
en algunos momentos se le saltaban las lágrimas y se le enrojecía la naríz. “Me
da pena” decía entonces, como para excusarse. “Me había encariñado”. Y aunque
no dudo de su buen corazón, yo, que soy escéptico y miserable, creo que de las
dos lágrimas que salieron de sus ojos, la del derecho era por él, pero la del
izquierdo, era por lo que perdió ella.
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